I
Hasta aquel momento no había sido más que un amodorrado detective de ciudad. De pronto, como si me hubieran asestado un golpe con un objeto pesado, me desperté del todo.
Tomé nota de la dirección y me acosté de nuevo.
Por fin me decidí. “¿Cuánto hace que estoy esperando este momento: sentarme frente a la computadora, para escribir? Para hacer lo que siempre me gustó. ¿Quince, veinte años? ¿Treinta? Ahora que estoy jubilado de la Policía Federal me voy a poner a contar lo que siempre quise contar. Mi vida como policía, como detective.”
Me levanté de la siesta y quise mandar todo al carajo. “¿Cómo vas a comenzar un cuento, una novela o un libro así? Dejémoslo para después y seguimos, ahora me voy a leer los diarios por Internet porque me sale más barato. Lo que tengo es muchas ganas de escribir. Quizás de este comienzo sale algo. Algo positivo, algo que si no hace pensar a la gente, por lo menos le haga disfrutar la cantidad de páginas que terminen resultando.¡Eso espero!
Seis personas se vieron implicadas, si contamos también a la que murió. Frente a ellas estaba la ley, y en el medio andaba yo, Ricardo Wenk, ex detective de la Policía Federal, ahora haciendo de investigador privado y, a veces, hasta metiéndome en cosas en las que no debería haberme metido. Pero, bueno, uno no puede con su genio... profesional.
II
El 11 de enero, a las 9 de la mañana o antes quizás, la señora Gonzaga no escuchó el teléfono. Parece que escuchó poco, o nada. Mucho ruido a esa hora de la mañana. Las ventanas de su habitación están orientadas hacia la ruta; esa ruta por la cual coches y camiones circulan a gran velocidad como si estuvieran apurados para no llegar tarde a algún lado.
La casa tiene varias habitaciones. Pero había una, sólo una, la única en toda la casa, que había destinado para sí misma. Las demás, las tenía alquiladas a varios huéspedes. Carlos Alberto, su marido, con sus pequeños caprichos y carente en absoluto de sentido especulativo para llevar la casa adelante, había fallecido siete años atrás, en plena bancarrota, y ella necesitaba, para poder comprar lo imprescindible: comida y alguna ropa, una entrada de dinero, aunque fuera modesta.
El teléfono seguía sin sonar.
A las once, el pánico se apoderó de la señora Gonzaga. Alargó la mano y agarró el auricular del teléfono ubicado en un velador al lado de una silla de ruedas. Hacía como quince años que estaba siempre en el mismo lugar. Marcó un número. Le contestó mi secretaria.
-Oficina de Ricardo Wenk, buenos días. -escuchó.
-Señorita Petrel, soy la señora Gonzaga. Por favor, ¿puedo hablar con el señor Wenk?
-¡Buen día, señora Gonzaga! ¿Está preocupada? Enseguida la comunico. Un segundo, por favor.
A través del teléfono, y para ella, mi voz conservaba una amistosa habilidad para tranquilizarla al instante, tal como lo había hecho en otras oportunidades.
-¡Buenos días!
-Buenos días, señor Wenk.
-¿Hoy también anda con la depre? ¡Vamos, amiga! ¿Qué le pasa, ahora?
-No, depre, como dice usted, no. Quizás llegue a pensar que me preocupo por nada, pero se trata de Julia.
-¿De Julia?
-Es que esta mañana no me ha llamado. Por lo menos hasta ahora no lo ha hecho.
Sabía a qué se refería. Aquella llamada telefónica, la de todas las mañanas, era una especie de ritual entre Julia, la hija de la señora Gonzaga y su madre. Sencillo y elemental. Moderno. Como eran todas las cosas a la distancia. Entre madre e hija. Aquellas llamadas se habían ido repitiendo cada mañana a las nueve y eran los buenos días que Julia daba a su madre y la confirmación de que todo estaba bien.
Aquella costumbre comenzó un año antes, cuando Julia contrajo matrimonio con Ernesto Errarte y la pareja se fue a vivir a San Antonio de Areco, junto a una fragua que él había construido en las afueras de la ciudad. Ernesto labraba objetos de hierro dulce en la fragua, (con) tenía una potente musculatura e ideas que lo posicionaron muy bien entre los artistas de Areco y sus alrededores.
En un momento le pregunté:
-¿Pero no cree que si algo no fuera bien por allí ya hubiera venido Ernesto? O, por lo menos, se hubiera comunicado con usted.
-Es cierto. Pero Ernesto no está allí ahora. Se fue a Buenos Aires anteayer para preparar una exposición de sus objetos de arte primitivo.
-¿Ayer por la mañana Julia la llamó?
-Sí, a las nueve en punto.
-¿No puede ser que Julia esté camino a la ciudad? ¿No tiene celular?
-Aunque así fuese, detective Wenk, no hubiera dejado de llamarme. Tengo mucho miedo de que esté enferma. Estoy preocupada por si ha tenido un accidente. La fragua está un poco aislada, señor.
-Me acercaré un momento por allí, señora Gonzaga. Llegaré en veinte minutos.
Sentí que el alivio de la viuda al oír estas palabras, era evidente.
-¿Me comunicará enseguida cualquier novedad?
-Sí, no se preocupe.
III
El cuerpo de Julia yacía en una canaleta, paralela a la ruta, al borde de una pequeña saliente situada al lado de un sendero y a un nivel de un metro más bajo.
En la ruta no se veían manchas de sangre. Y en el pasto tampoco. El rostro del cadáver era de un color vivo, del mismo color que adquiere la carne al contacto con el frío, un color rojo cereza. A lo lejos, cerca de los edificios situados al costado de la ruta, las nubes negras presagiaban lluvia otra vez y el frío se hacía sentir en cada metro cuadrado de la zona. (Y) Yo soy bastante friolento: sobretodo y guantes de lana y a sobrellevarlo.
Conocía al joven Santiago Montero perfectamente bien. Tan bien como podía conocer a cualquiera de mis clientes. Me acuerdo que hacía sólo unos cuantos meses, con recetas caseras, lo había curado de una gripe que lo tuvo a maltraer. Mucha fiebre, cansancio en todo el cuerpo. Receta: limón, whisky, miel y cama. Una cucharada de cada una, todo junto y al garguero. “Vas a transpirar como loco, pero te va hacer bien. Hacéme caso.” le dije en ese momento. A la mañana siguiente estaba fresquito como una lechuguita.
-¿Por qué estabas por aquí, Santiago?
-No había visto el fuego.
La voz de Santiago era blanda, quizás demasiado suave para asimilarla con su físico, con sus manos y con su rostro que parecían haber sido modelados con oscura caoba. ¿Alguien se acuerda de la voz del “Ringo” Bonavena? Voz de pajarito en físico de elefante.
-¿Hace mucho que llegaste? -le pregunté.
-No señor. Dos o tres minutos antes que usted.
Fui hasta mi coche, e hice una llamada telefónica con el celular. Me conecté con Achával, el comisario de San Antonio de Areco, quien me informó que ya estaba saliendo para el lugar del hecho. ¿Y, cómo era que yo había llegado antes que él? Le pedí que viniera lo más rápido posible, que después se lo iba a explicar..
-Señor Wenk. -dijo Santiago.
-¿Sí?
-La estufa de la casa está fría.
-Por lo tanto debe haberse caído esta noche, Santiago.
-Anoche estaba fría como una piedra.
-¿Estuviste aquí?
-Pensé que la señora Errarte se había ido a la ciudad.
Yo había empezado a decir algo, pero Santiago, repentinamente, ya se había ido con aquella facilidad, casi animal, que tenía para desvanecerse entre los árboles.
Me quedé observando el sitio donde había ocurrido aquel posible accidente. La áspera superficie del suelo no me facilitó ninguna pista cuando la busqué. No había huella alguna de pie en la tierra de la cuneta y de los alrededores, las mías eran las primeras en verse marcadas.
¿La verdad? al ver el cuerpo, la ruta, sentir el frío y lo feo que estaba el día y que así había sido la noche, pensé que todo encajaba. Ella había resbalado en el sendero y había caído de espaldas. El golpe la dejó inconsciente. Luego la había sorprendido el frío y antes de que pudiese despertarse, éste ya había producido sus efectos en ella. Después de aquel letargo posiblemente entró en coma y con éste le llegó la muerte.
Me acerqué nuevamente al cuerpo. Le pasé la mano por la cara y por uno de los brazos. Hice como el médico: acerqué mi oído a su corazón. El no escuchar ningún sonido, y la dureza metálica de la carne de la joven me aseguraron que ya no se podía hacer nada por ayudarla.
Hacía unos cuantos meses que no la veía a Julia. Y la conocía bastante bien. Desde chiquita. En la apariencia del cuerpo inerte pude apreciar ciertos cambios que no acababa de entender: había cierta diferencia de cómo había visto siempre a Julia Errarte y cómo la veía ahora. En lo referente a su chaqueta podía notar cierta pulcritud. Pero había algo extraño: el cuello abotonado primorosamente hasta la garganta, cuando en realidad debería llevar en ella una cinta de lana como adorno, tal como siempre la había visto.
Desabroché aquel cuello alto. Me costó un poco de trabajo. El borde superior estaba abotonado, muy ajustado, hasta debajo de la barbilla y, al igual que su rostro, aquella lisa y endurecida garganta ¡también presentaba marcas de color rojo cereza!
IV
El comisario Achával había obtenido el nombramiento más por su habilidad en política que por su aptitud o experiencia en la solución de crímenes oscuros.
Llegó con Santiago Montero, dos ayudantes y el médico policial. Y el ruido de las sirenas del patrullero. Estaba algo contrariado por tener que dejar la tranquilidad de su oficina. Por otra parte estaba también contrariado por el intenso frío que hacía en esos momentos. Su la intención era la de llevar a cabo todas las diligencias lo más rápidamente posible.
-Salmoragui, el fiscal de turno no ha podido venir, señor Wenk. Está en cama con un ataque de gripe. Su informe nos podrá servir para cubrir el expediente. ¿Y ustedes qué esperan? Ya pueden empezar a subir a la joven. Cuando pasaba por esta parte del sendero, cayó y después murió de frío. ¿No es eso, detective Wenk?
Lo miré con desconfianza, como si me hubiera querido sobrar, mientras uno de sus ayudantes sujetaba una cuerda. El comisario vio al otro ayudante y a Santiago Montero al borde del sendero, esperando para poder izar el cadáver. La cara de Santiago estaba rígida. Parecía que sus ojos se habían quedado sin mirada.
-Sugiero que uno de sus ayudantes haga un reconocimiento. -le dije al comisario.
-¿Usted cree? ¿Por qué? ¿Cree que no sé hacer mi trabajo? -me preguntó.
Acerqué mi cara a la de él y con voz baja le dije:
-Yo creo que la señora Errarte fue asesinada, y su cuerpo fue después arrojado desde el sendero hasta ahí abajo, hasta la cuneta. Es simplemente una opinión que me gustaría que se investigase.
Achával aceptó esta sugerencia ya que le pareció que estaba bien, y decidió complacerme.
Los ojos de Achával recorrieron el sendero, la cuneta, la ruta de arriba abajo. Se pararon al llegar el joven Montero y permanecieron fijos en él.
-Él estaba por aquí cuando usted llegó, ¿no es cierto, Wenk? -me preguntó.
-Sí. -le respondí.
El comisario Achával se quedó muy pensativo.
Sus ayudantes, junto con el médico policial, llevaron a la morgue del hospital el cuerpo de Julia Errarte en el coche de Achával. Como siempre, no había ambulancia. Estaba en arreglo. Un desastre. Acomodar a la muerta dentro del coche fue una tarea bastante engorrosa. Achával quería volver conmigo cuando hubiera acabado de arreglar las cosas. Y hablar con Santiago Montero. Deseaba que el joven le aclarase, precisamente, qué había hecho cuando encontró la estufa fría aquella mañana y cuando la había encontrado fría a la noche anterior.
V
La casa estaba fría como el hielo. Había tres ambientes. La única puerta de entrada que tenía, daba directamente a una sala de estar. En esta habitación había dos puertas, una de ellas daba a la cocina; la otra al dormitorio. Había tres ventanas: una grande en la sala de estar y otra en cada una de las otras dos habitaciones. Todas estaban cerradas.
Los muebles y los adornos eran de un gusto muy particular. A excepción de la estufa de la cocina, habían sido diseñados y construidos por las musculosas manos de Ernesto Errarte y los utensilios habían sido forjados por él.
Yo no consideraba a aquellos objetos de hierro como primitivos, sino más bien simples. En ellos podía verse la diferencia que existe entre los vacilantes esfuerzos de un muchacho y la deliciosa frugalidad de un diseño muy pensado.
Achával se sentó junto a la fría estufa mientras continuó haciendo preguntas con su agradable y cultivada voz,:
-¿Cuánto tiempo hace que usted conocía a los Errarte, señor Montero?
-Desde poco después de venir ellos a vivir aquí, comisario.
-Usted trabaja en la granja de Simón García, ¿no es así?, la que está junto a la carretera principal.
-Sí.
-¿Conocía usted a los Errarte antes de que se establecieran aquí?
-No. Le di una mano cuando él construyó la fragua.
-Ya entiendo. ¿Y luego la amistad se hizo más firme?
-Yo ayudaba de vez en cuando, cuando él no estaba. La señora Julia no era muy fuerte.
-Eso es cierto, ya que usted considera que estaba débil.
-Ella nunca me lo dijo.
-¿Sin embargo podía verlo usted?
-Cualquiera podía verlo, comisario.
Enseguida me di cuenta. Comprendí hacia donde quería ir el comisario. Una disimulada caza al acecho para descubrir un vulgar crimen. Posiblemente pasional. Al menos así me parecía que lo pensaba Achával. La desafiante virilidad del joven Montero; el encanto de Julia; su interés hacia él; la ocasional dependencia de la joven respecto de Santiago durante la ausencia de Ernesto. Y lo que más le molestó fue que el móvil, en el caso de Santiago, pudiera parecer evidente; el móvil pero no el método con el que él creía que había sido eliminada la señora Errarte.
Allí fue cuando me empecé a molestar, porque veía a Santiago bastante molesto por las preguntas de Achával.
-Yo conozco a la señora Errarte muy bien desde hace muchos años, comisario. Creo que puedo asegurarle que la devoción que sentía por su marido era excepcional.
-¿Excepcional?
-Lo quería tanto comisario, que parecía que para ella no existiese nadie más en el mundo.
Achával sonrió.
-Me alegro de que me diga esto, Wenk.
Se quedó mirando a Santiago con indolencia. Puede que también pensara en lo que yo le había dicho sobre la relación entre Julia y Ernesto Errarte.
Luego de unos minutos dijo:
-Sabemos que la señora Errarte aún estaba viva ayer a las nueve de la mañana cuando la señora Gonzaga, su madre, habló con ella como todos los días. Según su historia, señor Montero, usted llegó aquí ayer alrededor de las siete de la noche y encontró la estufa fría. Usted pensó que la señora Errarte se había ido a la ciudad. Esta mañana volvió y comenzó a sentirse preocupado, buscó entre los árboles, por los senderos y por la ruta hasta que encontró el cadáver de la señora Errarte en una cuneta. ¿Por qué estaba usted preocupado? ¿Qué es lo que le hizo cambiar su opinión de que ella simplemente había ido a la ciudad y con toda seguridad estaría con su madre?
Santiago lo miró fijamente y le dijo:
-Comisario, creo que usted no lo entendería.
-Al contrario, mi amigo. Soy bastante despierto. Inteligencia sagaz. Usted nos ha dicho que aquí todo estaba en orden, que no había nada sospechoso; la cama muy bien hecha, la vajilla y todas las cosas de la cocina limpias. ¿Acaso fue un presentimiento, señor Montero?
-Sí. Yo sabía que ella estaba muerta. O, por lo menos, me lo imaginaba.
Pensé que lo que decía Santiago era la pura verdad. En toda mi carrera en la Federal, y fueron muchos los casos en los que participé, había tenido ocasión de encontrarme con varios casos de fenómenos extrasensoriales, o como se los quiera llamar.
Achával dejó de sonreír.
-Como corresponde ante un caso de esta naturaleza, porque me lo exige la ley, voy a ordenar que se haga la autopsia. ¿Tiene usted algo que decir, señor Montero?
-¿Qué está usted insinuando, comisario?
-Lo que los hechos nos vendrán a demostrar al final. Es curioso de qué diferentes modos puede llegar a reaccionar la mujer. Considere el tipo mental como el de la señora: errarte, suficientemente sofisticada, intelectual y bien educada. ¿Lo rechazó ella inmediatamente o más bien discutieron el asunto durante un rato? Quiero decir, ¿se sentó usted aquí y estuvo escuchando las explicaciones que ella le daba sobre su único amor, sobre el indestructible sentido de la lealtad que ella sentía por su marido, mientras sus apremiantes instintos la estaban empujando a un estado de enajenación temporal? ¿Puedo suponer que esto será lo que alegará en su defensa, señor Montero?
Me imaginaba que algo así iba a suceder. La bronca juntada estalla en el momento menos pensado.
El puño de Santiago golpeó una sola vez en la misma punta de la barbilla y Achával rodó aparatosamente por el suelo.
De repente unos gritos procedentes del salón de estar, rompieron el absoluto silencio que reinaba en aquella casa glacial.
Junto con Santiago salimos de la cocina corriendo. Nos tropezamos al tratar de cruzar la puerta los dos al mismo tiempo. Vimos a una joven sentada en un taburete, con el rostro inundado de lágrimas.
-Hola, Milda -dijo Santiago. Después volviéndose hacia mi añadió:
- Es la maestra de la escuela. Vamos a casarnos.
Acercándose a ella le dijo:
-Vámonos, Milda.
-Ya te oí, Santiago -Se quedó mirando fijamente, a través de la puerta de la cocina, las largas piernas y zapatos de Achával.
-Está loco, Milda. ¿Por qué has venido aquí?
-Yo te seguí. Yo te seguí la noche pasada.
Me acordaba de mi juventud, recordaba cosas que sucedieron cuando tenía veinte o un poco más de años y pensaba que no había nada tan difícil de evitar como los arrebatos juveniles. Ella era una muchacha joven y bastante bonita cuando dejase de llorar y gritar, y estaba haciendo frente con completa inexperiencia a aquel hecho brutal para ella. El muchacho a quien amaba, aquél a quien había prometido dedicar su vida, había violado a una mujer y después la había matado y con eso había arruinado sus vidas.
Santiago apoyó una mano en los hombros de la muchacha.
Y ella empezó a estremecerse.
-No querría tener que decírtelo -dijo ella- pero no me toques.
Él apretó aún más sus dedos; entonces ella gritó y dijo:
-No, no, Santiago. -y se fue hacia la puerta. Dio vuelta la cabeza y lo miró a Santiago con ojos llenos de espanto.
-Dejála ir. -le dije.
-Ella también se ha vuelto loca.
-No, ya se le pasará.
En aquel momento Achával estaba tambaleándose en la puerta de la cocina. Recuperándose del golpe de Santiago. Tenía un revólver en su mano con el que estaba apuntando al joven Montero.
-Dudo que tenga necesidad de hacer uso de la pistola, comisario -le dije a Achával.
-¿Lo duda? -dijo Achával afirmándose en el marco de la puerta. Luego hizo fuego.
Pensé que le había dado al joven en el hombro en el momento en que éste, haciendo uso de su misteriosa habilidad para esfumarse, se desvaneció por la puerta. Achával me dirigió una mirada hostil, como si quisiera matarme.
-Su ayuda nos ha sido muy valiosa, detective Wenk.
VI
A las cuatro de la tarde se largó una lluvia torrencial. Como si nunca hubiera llovido.
Cuando llegué a la oficina, con la ropa y los zapatos un poco mojados, me encontré con la señorita Petrel que vestía un impecable vestido blanco. Y la señora Delgado, otra de las vecinas, que siempre tiene algo para contar, para chismear, esperando que parara de llover.
Le dije a la señora Delgado que tuviera cuidado con su presión arterial. Me respondió que gracias, que se sentía bien. Que creía que su presión estaba dentro de los límites normales. Después nos despedimos.
-Susana, por favor. -llamé a Petrel.
-Ya voy. Acomodo unos papeles y estoy con usted.
-¿No hay más visitas? ¿No vino nadie más? -le pregunté cuando asomó su cuerpo para entrar a mi despacho.
-La señora Delgado ha sido la última. Y no vino a verlo a usted. La corrió la lluvia y entró para hablar un poco con alguien. Y estaba yo, solita.
-Siéntese, Susana.
-Se agradece. -dijo irónicamente.
-¿Tenemos algo nuevo? ¿Ha averiguado algo?
-El comisario ha enviado unos veinte hombres a buscar por todos los alrededores de la casa. Puso a la joven Milda, bajo custodia como un testigo ocular. Cree que la joven vio a Santiago Montero arrojar el cadáver sobre la ruta, en la cuneta. La autopsia confirma su impresión de que la señora Errarte murió intoxicada por óxido de carbono.(¿o monóxido de carbono? )
-¿Algún signo de violencia? ¿La violaron?
-No, nada de eso. El doctor Risser hizo la autopsia. Ha dicho que este caso hubiera pasado por una muerte accidental por exposición al frío si no llega a ser por usted. Incidentalmente, el comisario ha dado un completo informe detallando todas las circunstancias del crimen. La Vanguardia ha lanzado una edición extra. En San Antonio no siempre hay muertes como la de esa señora.
-Se llamaba Julia Gonzaga. ¿No la conocía?
-No, señor, discúlpeme. No es que nos conocemos todos en Areco.
-¿Qué es lo que ha dicho?
Susana siguió con su comentario.
-Anteanoche Santiago Montero le confesó su pasión a la señora Errarte, según lo dicho por el propio Achával, señor, y ésta lo rechazó. Ella recurrió a sus buenos sentimientos y él desistió.
-¡Ah sí! ¿De modo que él desistió?
-Sí. Pero no mucho. Sus sentimientos, en todo caso buenos, desaparecieron así como así y dejaron aflorar sus bajos instintos. Al tener algunos conocimientos de química, Santiago sabía que la insuficiente combustión del carbón de leña puede producir la intoxicación a los que respiran sus emanaciones. Achával fue a la ciudad a buscar carbón de leña. Él creyó muy acertado encender una fogata que ardiese dando más humo que llama y que emitiese considerables cantidades de monóxido de carbono. Satíricamente, subrayó el hecho de que en la fragua de Errarte había amontonada una buena cantidad de carbón de leña. Todo esto es lo que piensa Achával.
Yo no hice más que asentir con la cabeza, a lo que expresaba Susana.
-Ya entiendo. ¿Santiago volvió después que Julia se hubiera ido a dormir, cerró las ventanas, llenó la estufa de carbón, etc...?
-Exacto. Más tarde, después que el monóxido hubiera hecho su efecto, volvió y arrojó el cuerpo de la señora Errarte en el sendero, y de ahí a la cuneta, para que pareciese que había resbalado y había muerto de frío.
-Mientras tanto -dije amargamente- hay un muchacho que anda perdido por las colinas con una bala de la pistola de Achával en su hombro. Achával es un buen hombre, pero pierde el control. Su mentalidad está hecha según unos patrones y permanece rígida. ¿Qué sabemos de la madre de Julia, señorita Petrel?
-La llamé por teléfono hace un cuarto de hora. Me atendió Ernesto Errarte, está con ella. Me dijo que la señora Gonzaga ha soportado muy bien este duro golpe.
-¿Cuándo dijo que volvió de Buenos Aires?
-Hace una hora. Encontró a Achaval y a sus hombres en la casa y durante un rato perdió la razón por el shock y el dolor moral que le produjo la noticia. Después fue a ver si la señora Gonzaga se encontraba bien. Ahora va a unirse a los de la partida y está dispuesto a matar a Montero si lo encuentra.
-¿Por dónde estuvo mientras permaneció en Buenos Aires?
-Yo sabía que eso le iba a interesar. Fue huésped de una tal señora Helena Rodriguez Amenta. Es una señora de la alta sociedad, una viuda. Es la que le ha organizado la exposición. La que lo apadrina, ya entiende usted.
Los inteligentes ojos de Susana Petrel me miraron.
-Señor Ricardo, ¿no puede usted hacer alguna cosa? Toda esa gente se encuentra tan excitada y Achával tan convencido de la culpabilidad de Santiago, que son capaces de disparar contra él tan pronto lo descubran.
-Me gustaría hablar con la señora Rodriguez Amenta, la de Buenos Aires. ¿Me haría el favor de conectarme con ella? Trate de conseguir el número de teléfono. Gracias, Susana.
VII
La voz de la señora Rodriguez Amenta tenía toda la firmeza de la mediana edad, de la importancia social y de la opulencia.
-¿Ricardo Wenk? ¿Es algo relacionado con Ernesto…perdón con el señor Ernesto Errarte?- Su tono de voz denotaba ahora cierta ansiedad-. ¿Le pasó algo? ¿Sufrió algún accidente, en su viaje de regreso a Areco?
-No, señora Amenta, a él no le ocurrió nada.
-¿A alguien que viajaba con él? Varias veces le dije al señor Errarte que no levantase a ninguna persona que hiciera auto-stop.
-¿Cuándo salió él de su casa?
-Poco antes del mediodía.
-¿Le importa que le pregunte dónde se encontraba ayer a las nueve de la mañana?
-¿Importarme? Estaba aquí. Desayunamos temprano, precisamente a las nueve, puede estar completamente seguro de ello. El comité que organiza su exposición tenía que reunirse a las once. ¿Puedo preguntarle qué significan todas estas preguntas, señor Wenk?
-¿Errarte estuvo presente en la reunión?
-Naturalmente.
-¿Partió enseguida hacia San Antonio de Areco, después de la reunión?
La voz de la señora Rodriguez Amenta se hizo un poco chillona:
-Ya le he dicho a usted que salió hacia Areco alrededor del mediodía de hoy, no de ayer. Estuvo constantemente conmigo todo el día de ayer. ¡Debo insistirle en que me dé una explicación por todas sus preguntas!
-La esposa del señor Errarte ha sido asesinada, señora Amenta.
Después de una breve pausa, la señora Amenta preguntó:
-¿Está usted seguro, señor, de que los dos estamos hablando del mismo señor Errarte? ¿El Ernesto Errarte, el que hace esos magníficos objetos de arte primitivo con hierro forjado?
-Sí, a ese me refiero.
-¿Y dijo usted su... esposa?
-Sí.
Entonces se produjo una nueva pausa aún más larga.
-Supongo que usted debe estar en contacto con el señor Errarte, ¿no es así, señor Wenk?
-Espero poder verlo muy pronto.
-¿Será usted tan amable de darle mis condolencias?
-Por supuesto, señora.
-Además -y la risa de la señora Rodriguez Amenta fue definitiva y breve-, mis excusas. Adiós.
Y colgó. La conversación telefónica terminó abruptamente. Lo que hice después fue sonreírle débilmente a la señorita Petrel.
-La perfecta coartada de costumbre -le comenté.
-¿Ha pensado usted seriamente en la culpabilidad del señor Errarte, señor? Me refiero a que él y Julia... bueno... todo el mundo tenía la idea de que se querían, que no demostraban nada en contrario, que se profesaban un profundo y verdadero amor. Si es que no se ha echado a perder, claro está.
-No, las cosas no suelen suceder así. La naturaleza aborrece, desde el punto de vista biológico, el equilibrio. A veces esas parejas que parecen hechas el uno para el otro no suelen dar buenos resultados.
Me quedé un momento pensativo.
Ansiosamente dije de repente:
-Llame al teléfono de la señora Gonzaga, por favor. Quiero hablar con Errarte.
Ernesto Errarte tardó algo más de veinte minutos en salir de la casa de la señora Gonzaga y (en) llegar a mi oficina. Mientras tanto yo pude hacer tres cosas.
La primera consistió en una llamada telefónica al fiscal del distrito, Salmoragui, el que estaba engripado, aunque ya un poco recuperado. Esa llamada me ocupó unos diez minutos y realmente fue importante, porque Salmoragui, que al principio era bastante escéptico, empezó a interesarse en el caso y me prometió toda su ayuda para resolverlo.
La segunda fue mucho más breve. Telefoneé a La Vanguardia, el diario-pasquín de San Antonio de Areco, y pedí información sobre la previsión meteorológica que habían dado para el día antes al del crimen. Me la leyeron: Nublado, con disminución de la temperatura.
La tercera consistió en pedirle a Susana que me trajera rápidamente el revólver que había dejado en el escritorio de ella, en el primer cajón de la derecha. Seleccioné dos instrumentos del aparador que estaba frente a mi escritorio y volví a sentarme en la silla giratoria.
Quería resolver el caso cuanto antes. Y pensé que, de todos los caminos que tenía para hacerlo, había solamente uno que era el correcto. Cuando regresó sosteniendo en la mano derecha el revólver que le había pedido oyó mi voz que le decía:
-Siempre hay un camino que te sacará de aquí sin que corras ningún peligro.
Se me atragantó una risa al observar la asustada mirada que me ella me dirigió.
-No, no me he vuelto loco. Simplemente estoy intentando saber cuál es el camino que tengo que seguir.
-¿Caminos? ¿Qué caminos? -preguntó incrédula.
Ernesto Errarte llegó a mi oficina unos minutos antes de las cinco. Al atardecer. Era una época del año en la que oscurecía pronto. Errarte me sorprendió, no era lo que yo esperaba. Quedé impresionado por su magnífico físico y la perfección, clásica, de sus facciones, tipo Alain Delón de joven. Siempre, por lo menos así fue desde su adolescencia, Errarte estaba acostumbrado a aturdir, de alguna manera diferente, a los miembros del sexo contrario. A las mujeres, ¡bah!
Tuve la impresión del buen concepto que tenía de sí mismo, fanfarrón. Su persona irradiaba el completo convencimiento de que el mundo era un lugar más agradable porque Ernesto Errarte, vivía en él.
Le di mis condolencias por la muerte de su esposa y le pedí que se sentara.
Y comencé a hablar.
-Me parece importante que sepa que Julia no sufrió. Puedo asegurarle que fue así.
Errarte apenas cambió su expresión al escuchar lo que yo había dicho.
-Muchas gracias, señor Wenk.
-También se me ocurrió que tal vez le gustaría saber a usted cómo van las cosas.
Errarte miró, con cierta vacilación, el revólver que había un poco disimulado en un extremo del escritorio debajo de unos papeles y de un diario.
-Ya lo sé, Ricardo.
Me sorprendió la confianza.
-¿Entonces ya conoce usted la opinión de Salmoragui, el fiscal del distrito?
Al oír estas palabras Errarte se quedó pensativo.
-¿Salmoragui?
-Sí. Me telefoneó poco antes de que usted llegara. Me habló de esa joven que andaba rondando por ahí. Milda, ¿es así como se llama, no?
-¿Sí?
-Él supone que la chica cometió un error. Natural, por otra parte. Tengamos en cuenta que estuvo al borde de la histeria y que sus nervios estaban completamente destrozados. Por lo menos, así aparentaba.
-¿Entonces ella no vio nada de lo que dijo?
-Oh, sí, ella vio algo, desde luego, algo que ya no se atreve a asegurar del todo, pero que de un momento a otro quedará completamente claro. Cree que su error estuvo en el tiempo. Sea lo que sea lo que vio, ahora cree que no lo vio anoche. Lo vio la noche anterior. Anteanoche.
Errarte dijo rápidamente:
-Eso es imposible, Ricardo.- a mí me seguía sorprendiendo, ¿o sería molestando?, la confianza con que me hablaba. -Julia estaba viva ayer por la mañana. Ella hizo su acostumbrada llamada telefónica.-concluyó.
-Salmoragui está también un poco intrigado por eso. Supone que, a no ser que Milda esté más que confundida por la histeria, hay una explicación para esa llamada. Por un lado cree que la podía haber hecho el joven Montero, que conocía el número de teléfono y sobre la comunicación diaria que Julia tenía con su madre. Quizás, para retrasar la búsqueda de Julia, lo cual no tiene mucho sentido.
La voz de Errarte mostró preocupación.
-¿Salmoragui habló de esto con el comisario Achával?
-No, todo esto se le ocurrió hace sólo un cuarto de hora mientras interrogaba a Milda en casa de Achával.
-¿En casa de Achával? ¿No la tenían retenida en la cárcel del distrito?
-No. Está con la señora Achával. Pensaron que era mejor para los nervios de Milda. De este modo, tal vez su memoria podrá recordar más rápidamente todo lo que vio y escuchó anteanoche.
Errarte se puso de pie.
-Yo mismo se lo voy a decir al comisario. Voy a ir a dónde están revisando el sendero y la cuneta.
-Tenga cuidado con lo que hace, Ernesto. ¿Quiere que lo acompañe?
-No, gracias. Y no se preocupe.
-¿Ya lleva pistola?
-No.
-Tome la mía. Yo había planeado ir con ellos, pero todavía tengo que hacer algunas cosas en el centro, tengo que ir a la cooperativa. Después me acerco a donde están ustedes. ¡Buena suerte!
Errarte se metió mi revólver en el bolsillo.
-Gracias, señor Wenk. -se terminó la confianza.
-El o los caminos. -pensé. -Se los voy a tener que explicar a Susana. ¿Los entenderá?
VIII
El disparo sonó con estrépito en el frío de la noche. La escena montada en las iluminadas ventanas del salón de estar de la casa de Achával cambió poco a poco según el plan previsto.
Las manos de Milda Odorisio se clavaron espasmódicamente en su pecho y la muchacha, inclinándose hacia adelante en la silla donde estaba sentada, cayó de bruces al suelo.
Salmoragui y yo salimos corriendo desde detrás de un pino que estaba en el frente de la casa de Achával, donde nos habíamos ocultado y apresamos al joven Errarte cuando intentaba escapar. Se quedó mirándonos estúpidamente, mientras su revólver, mi revólver, se balanceaba de un dedo de su mano derecha.
Luego empezó a gritar.
-Había tan poco tiempo. Era difícil poder saber qué convenía hacer primero
Mientras lo sujetaba con la ayuda de Salmoragui, le dije:
-El pánico hace cometer errores al delincuente, Ernesto. Los que están a punto de ahogarse se agarran de lo primero que tienen a mano. Como a los conductores que atropellan y salen corriendo, el pánico les despierta su instinto de conservación. Usted pensó que era preferible venir aquí primero y eliminar a Milda antes de que pudiese recordar las cosa que usted suponía podía haber visto y escuchado. Luego ya tendría tiempo sobrado para destruir cualquier prueba que pudiera haber dejado en el camino. Y finalmente, podría ocuparse de Santiago. ¿Iba usted a hacer las cosas así para que creyésemos que fue éste quien mató a Milda y después se suicidó?
La voz de Ernesto respondió con tono grave y estúpido:
-Sí, Wenk; todo eso tenía que hacer esta noche. -En su expresión nada de confianza, ni Ricardo, ni señor Wenk.
-Dígame, ¿por qué mató a Julia? Naturalmente, suponemos que esperaba casarse con la señora Rodriguez Amenta y con su dinero, y que todo el interés que ella demostraba por usted se hubiera desvanecido al saber que ya estaba casado; pero después de todo existía el recurso del divorcio. Dígame, ¿por qué lo hizo?
Los ojos de Errarte se quedaron mirándome, casi estúpidamente. Después dijo con la mayor convicción.
-Yo nunca hubiera podido separarme de Julia, señor Wenk. Tenía que matarla. ¿O acaso no lo comprende usted?
Después nos contó cómo lo había hecho todo: cómo volvió de Buenos Aires la penúltima noche y mató a Julia con las emanaciones del carbón de uno de los braseros de la fragua mientras estaba profundamente dormida; luego la vistió y arrojó su cuerpo sobre el sendero, en la ruta y vio como el cuerpo se deslizaba hacia la cuneta..
Luego añadió amargamente:
-¿Por qué no me dejó matar a Milda? ¡Era una cosa tan inútil, conociendo ya todos los hechos!
-No hay ningún agujero en el cristal de aquella ventana, Ernesto. Antes de darle la pistola le saqué las balas y le puse balas de salva -le dije a Errarte.
Aún había algunos detalles que en la absoluta confusión de su mente, Errarte no veía claros, por lo que preguntó:
-Pero al principio, cuando ustedes encontraron a Julia, ¿cómo sospechó? Yo leí en un libro de la biblioteca: que en los que mueren de frío su piel adquiere un tono rojo-cereza, igual al de los que mueren intoxicados por monóxido de carbono. ¡Era una prueba tan tonta! ¿Cómo lo supo?
La verdad es que tuve lástima de aquel desgraciado, contra toda lógica.
-Este es uno de los casos que demuestran que es peligroso saber las cosas a medias, Ernesto. La carne en los dos casos adquiere un tono rojo-cereza; pero con el frío las únicas partes del cuerpo que lo hacen son aquellas que están al descubierto. Su error, cuando vistió a Julia, consistió en abotonarle el cuello de la chaqueta. Cuando lo desabotoné comencé a sospechar en un crimen.
A eso de la medianoche trajeron al joven Montero. Yo lo estaba esperando en la casa con la señorita Petrel y con Milda Odorisio.
Los de la partida habían encontrado a Santiago inconsciente cerca de la antigua estación de trenes. Tenía una herida superficial en el hombro, tal como yo había pensado.
El hecho es que a ninguno, ni a mí, ni a Milda, ni a la señorita Petrel ni siquiera al propio Santiago, nos preocupaba su herida cuando volvió en sí. Los tres sabíamos que el joven Montero era fuerte.
Todavía estoy buscando la respuesta a los caminos para explicársela a Susana Petrel.
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Roberto Jakobsen
Alumno del Taller de Periodismo Policial