Para el diccionario, la palabra pistas es una huella o rastro que dejan los animales o personas en la tierra por donde han pasado. Otra acepción refiere que es el conjunto de indicios o señales que pueden conducir a la averiguación de algo. En este blog, que surge en el taller de periodismo policial del sitio web periodismo.net, no pretendemos averiguar nada o dejar ningún tipo de huella. Tampoco perseguir sospechosos, analizar pruebas o resolver enigmas. El objetivo es más simple: somos un grupo de apasionados por el periodismo policial. A partir de ahora, las pistas nos conducirán a eso: a escribir crónicas, perfiles, noticias, reseñas o anécdotas. Este blog se llama de esta manera en homenaje a la revista Pistas, una de las creaciones más recordadas de Enrique Sdrech, sabueso de la noticia policial. Bienvenidos. A no dejar rastros.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Violador, psicópata y narcisista

Impulsivo y con frenos inhibitorios inoperantes. En el plano sexual, presenta indicadores patológicos y trastornos graves de conducta. Su sexualidad es promiscua, superficial y ve al otro como un objeto para su placer. Trastorno psicopático de personalidad con rasgos perversos. Su conducta es agresiva, asocial, narcisista y con tendencia a la repetición. No experimenta culpa ni angustia, tornándose altamente peligroso para sí y para otros por su falta de compasión, verguenza, arrepentimiento y conciencia moral.


De manera lapidaria, el análisis psicológico describe la personalidad y la conducta de Alejandro Gabriel “el Botija” Castro (22), que tuvo su manifestación concreta en su vida. “El Botija”, además, es adicto a las drogas y al alcohol. Cuenta con diversos antecedentes por robos y hurtos de niño y tiene una condena de 3 años por el intento de violación a una mujer, a quien golpeó salvajemente y le robó algunas cosas.


El último golpe lo dio cuando ingresó a una casa y le pegó con una piedra a un joven mientras dormía y luego lo atacó a cuchillazos. Después violaría a su pareja frente a su pequeña hija para terminar llevándose unos pocos objetos. En esa causa, “el Botija” fue apresado y lo aguarda un inminente juicio dado que partió el requerimiento de elevación a juicio por parte de la Fiscalía de Instrucción Nº3, indicaron fuentes judiciales.

Dura acusación
 
El fiscal Carlos Rodríguez realizó la acusación contra Alejandro Castro, en primer lugar, por tentativa de homicidio agravado por alevosía. El 21 de diciembre de 2008, a eso de las 6.15, el imputado entró por una ventana a un departamento ubicado en el primer piso en el Barrio Roque Sáez Peña, en Santa Lucía, donde vive Matías Avellaneda junto a su pareja de 31 años y su hija de 1 año y 11 meses. Una vez dentro, “el Botija” le pegó en la cabeza con una piedra a Avellaneda cuando dormía. La víctima se despertó mareada y ensangrentada y recibió una andanada de cuchillazos en su cuerpo por lo que quedó tendida en el piso, explicaron las fuentes.
 
Ante ese ataque, la mujer se despertó, intentó defender a su pareja pero recibió un puntazo en el labio y escuchó una amenaza escalofriante: Castro le dijo que no hiciera nada o violaría a la pequeña. Con esa maniobra, “el Botija” maniató a la mujer y la violó. Luego del ultraje, el acusado buscó plata, ropa y algunos objetos para regresar y violar nuevamente a la víctima. Por ese ataque, la acusación por parte del fiscal también contempla el abuso sexual con acceso carnal, dijeron las fuentes.


Mientras cometía el segundo vejamen, la pequeña hija de la pareja fue una infortunada testigo por lo que la causa también incluyó el delito de exhibición obscena agravada. El “Botija” se iría de la vivienda con un celular y una remera, configurando el delito de robo agravado por el uso de armas.

En el momento en que Castro huyó, un testigo lo vio y logró identificarlo y las pericias genéticas, en la sangre del cuchillo secuestrado y en rastros de semen, cercaron al imputado. De ahora en más, el expediente va a una Sala de juicio para que se fije fecha de debate y para que “el Botija” enfrente una probable condena.

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Walter Leonardo Rios
Alumno del Taller de Periodismo Policial

lunes, 29 de agosto de 2011

El violador que agradeció la detención

Aquella noche ella no pensó que volvería a sentirse un poco más segura. Bajó del auto en el que iba con su padre, entró al minimarket de la estación de servicio YPF que se encuentra en al acceso sur a San Lorenzo (a 30 km. de Rosario) y compró chicles de menta como siempre. Salió poniéndose uno en la boca, levantó la cabeza y lo vio. 
La sorpresa de la presencia ocasional de un patrullero de policía la tranquilizó, pero sin embargo, se acercó a ellos gritando y les trató de explicar, en la menor cantidad de palabras posible, para acelerar la cuestión, quien era ese hombre flaquito, de rulos, con un rostro de esos que no te generan nada. Ese que estaba cargando nafta en el Volkswagen Gol gris que reconocía sin dudarlo, en la misma estación que ellos y, sobre todo, en la misma que ella. 
Eran las ocho de la noche del lunes 18 de mayo de 2009, cuando una de las víctimas de Julio Nicolás Sina lo identificó y terminó con la pesadilla de más de una veintena de jóvenes, adolescentes y hasta niñas del Cordón Industrial que habían padecido a este hombre. Cuando la policía lo apresó, él no se resistió y, al contrario, quienes lo detuvieron dicen que hasta les agradeció su suerte, porque “ya no podía parar de hacer lo que hacía”. Sina no podía parar de buscar jovencitas para abusar y violar. 
Se trataba del mayor violador serial del país de los últimos tiempos y del más peligroso de la región. 

El último rayo de libertad 
Ese lunes, Julio se había levantado temprano para ir a trabajar la caldera de una reconocida empresa de la zona, antes de irse, saludó como todas las mañanas a su madre, con quien vivió sus 31 años, en el mismo chalet de calle Ecuador de Capitán Bermúdez, le envió un amoroso mensaje de texto a su novia, una rosarina con quien por ese entonces llevaba 4 años en pareja y ya hablaban de casamiento. Después de los saludos matutinos habituales se fue a su trabajo. Por la tarde, nuevamente en su casa, dio clases particulares de física a alumnos de secundaria en su rol de tranquilo, pacífico y hasta comprensivo profesor. Todos los adolescentes que aprendieron con él quedaron pasmados al enterarse de la verdadera personalidad de Julio, la cual definitivamente no se reconocía en el ser amable, de perfil bajo y pacífico, a quien sus padres los habían hecho recurrir para aprobar alguna materia. 
Después de una larga jornada laboral, Julio fue al ciber que se encuentra a unas pocas cuadras de su casa, en pleno centro de Capitán Bermúdez, chequeó sus mails y salió a recorrer las calles de la región, en búsqueda de “algo nuevo” por hacer. Sin embargo, su suerte cambió cuando al llegar a la ciudad de San Lorenzo decidió cargar nafta a su auto. Con la tranquilidad que lo caracterizó siempre según su círculo cercano, vio acercarse a dos policías rápidamente hacia él. No se inmutó, no atinó a escapar, no negó nada, ni cambió su actitud. Así, tranquilo como su novia, su madre y sus alumnos lo conocieron, les dijo que sí, que era él a quien buscaban, que lo detengan porque “ya no podía parar” y finalmente se quebró. El hombre, que se ocultaba detrás de una imagen formal y confiable, nunca pudo explicar el porqué de su conducta y aseguró que tenía una vida feliz con su familia. 
Según los registros de la policía, el primero de los hechos ocurrió en marzo de 2008 y el último de la saga el viernes antes de su detención. Así pudo comprobarse que en el último año habría sido autor de al menos dos tentativas de violación (una en Capitán Bermúdez y otra en Fray Luis Beltrán) y dos violaciones (en las mismas localidades) además de un tercer hecho de abuso que no fue denunciado. También confesó ser autor de cinco vejaciones y al menos cuatro intentos en la vecina ciudad de Rosario. 
El mismo, ya en la sede policial, durante el interrogatorio admitió que llevaba al menos 3 años cometiendo estas atrocidades, por lo que con el correr de la investigación el número subió a doce los casos de violación y cinco los de tentativa de abuso sexual, entre ellas una nena de once años y hasta una embarazada. La mayoría de las víctimas eran menores. 

El violador del celular
 
Lo llamaron “el violador del celular”, porque cuando consumaba los ataques filmaba y fotografiaba a sus víctimas y luego guardaba el material en su computadora. Muchas veces para amenazar a las mujeres que registraba, para que éstas vuelvan a tener relaciones con él. Aunque los investigadores admiten también que al revisar sus correos electrónicos, Julio había ofrecido el material a gran cantidad de páginas pornográficas de la web, aunque no se encontró la respuesta de ninguna de éstas aceptando las propuestas. En sus mails, él les explicaba que les podría mandar dos videos caseros por mes, lo que demostraba su intensión seguir cometiendo abusos y violaciones para así cumplir con el suministro de material. 
En la casa del muchacho, además de su computadora, también fue secuestrado un cuaderno con tan prolijas como perversas anotaciones en las que llevaba registro de las chicas abusadas y que sirvió de prueba en su acusación. 

Diferentes modus operandi, un mismo objetivo
Su fin siempre era el mismo, fuera cual fuera la edad de las víctimas: someterlas sexualmente, sacarles fotos y filmarlas. Sin embargo, su modos operandi era distinto según la zona en la que se desempeñaba. 
En cuanto a las adolescentes de Rosario las contactaba vía mail o chat ofreciéndoles trabajos en boliches o cíbers de los que decía ser dueño y las citaba en algún bar de la ciudad donde tomaban algo. Después les ofrecía llevarlas hasta su casa y ya arriba del auto desviaba su camino para terminar en algún lugar alejado donde las sometía. 
Por otro lado, para “cazar” a víctimas en la zona cercana a su domicilio, en Capitán Bermúdez, Fray Luis Beltrán y San Lorenzo, Julio salía a dar vueltas en su auto por la noche, cuando terminaba de trabajar, y cuando detectaba a alguna jovencita en las paradas de colectivos se bajaba del vehículo para preguntarle por alguna calle de la región. Después las amenazaba con un arma blanca y las obligaba a subir al Volkswagen para llevarlas a algún lugar descampado y allí violarlas a bordo del vehículo. Eso sí, en el caso de que las chicas se resistieran demasiado, las hacía bajar sin ejercer más violencia física. 

Después de la detención
Julio no dijo explícitamente la palabra “gracias” cuando lo detuvieron, pero su actitud destellaba algo de gratitud según quienes pudieron observar la situación. El joven técnico químico, de clase media alta, familia respetada y reconocida en su ciudad, de intachable conducta en la empresa donde trabajaba, con alumnos que llegaban a su casa recomendados por los padres de otros alumnos a los que les había hecho obtener buenos resultados, gentil con los vecinos del barrio y con una novia con la cual planeaban casarse muy pronto, ese mismo hombre, ahora, dos años después, está en una cárcel de máxima seguridad. Siempre lo visita su madre. Siempre lo visita su novia.


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Flavia Campeis
Alumna del Taller de Periodismo Policial

miércoles, 10 de agosto de 2011

Corazón quebrado

Todavía tengo en mi mente sus ojos. Los ojos que me miran al preparar la historia.
Voy armando el relato dentro de mi mente. Febrero. 1955. El calor de Buenos Aires pegándose en la camisa y el cuerpo de ese hombre que horas atrás hablaba palabras tiernas de amor eterno y ahora, con las mangas arremangadas, se estira dentro de la bañera haciendo del cuerpo de la mujer adorada un obsceno rompecabezas.
Jorge Burgos tenía una vida del color de las cenizas. Un trabajo rutinario como corredor de una pequeña imprenta. Un amor prohibido que lo enloquecía y  alguien sin nada en común salvo la pasión ocasional y casi mendigada.
Alcira Methyger quería llegar más alto de lo que le daban las alas: de ser una humilde empleada doméstica en esa Buenos Aires burgesa y discriminadora , espera cotizar bien su figura esbelta donde se destacaban unos ojos negros que a veces eran crueles y a veces mentian pasión.
Quiso Buenos Aires cruzarlos en la casa de los padres de él. Ella bajo la mirada atenta de la madre de Jorge, viviendo en esa casa ajena como pensionista ocasional. 
!Los aires de esa mujer, por Dios ! Ni que su hijo fuese un príncipe y ella la mismísima reina madre ! 
Alcira los mira y sueña... algún día ella también va a ser una reina...
La primera vez que sintió el deseo de Jorge en su mirada, supo que iba a ser una presa fácil. El parecía estar mas interesado en los montones de libros apilados en su cuarto que en su encanto. Por eso se sintió hermosa cuando lo descubrió: la mirada ardiente en esa cara redonda lo haciá mas cercano. Tal vez... en ese cuerpo también hubiese fuego.
Se equivocó y acertó a la vez. Había fuego, pero no alcanzaba. No alcanzaba para enfrentar a la madre y confesarle que estaba loco por esa mujer de largos cabellos negros y cuerpo sabio en placeres. No alcanzaba para enfrentar a la sociedad dividida de febrero del 55 donde todavía se escuchaba: La vida por Perón ! … y también Viva el cancer !
Jorge prometía y prometía. Escribía lindas palabras de amor y le hacía regalos pero no blanqueba una situación destinada al mas amargo fracaso.
Los padres de él se fueron a Mar del Plata para pasar las vacaciones de verano. Jorge inventó trabajo atrasado de todo tipo, y prometió alcanzarlos ni bien pudiese en la costa.
Ahora, con el terreno despejado podría pensar. Planear. Soñar con estar con ese amor prohibido que lo estaba cercenando desde su deseo.
La invitó a cenar. Una cena sólo para los dos. La casa sola sin las palabras altaneras de su madre llenándolo de consejos y destilando venenos. Sin esa mirada opaca de su padre que no contradecía en nada a su esposa mandona. Esa mirada que Jorge sentía se le estaba pegando en los ojos.
Ella llegó bellísima con un perfume que de pronto lo envolvió, casi ahogándolo.
La cena transcurrió tranquila, parecían una pareja  que solo disfrutaban de la alegría de estar juntos, sin peligros ni sobresaltos. 
Llegada la sobremesa, él se puso un poco más romántico. Tal vez el vino de la cena, o el perfume de esa mujer que lo azuza con la sonrisa tierna y las piernas que se cruzan tentadoras. Siente que se sofoca, Buenos Aires es también en esta noche una mujer enloquecedora.
Trata de besarla, de acariciarla. De hacerla real de tantas veces que la viene soñando y la desea.
Y ella toma distancia, acrecentando su deseo: tengo que ir al baño, ya vengo. 
Se deja olvidada la cartera. Y él la abre, buscando sin saber qué, dejándose llevar por el instinto de hombre que tiene celos y al que han cebado los comentarios malintencionados y las habladurías de su madre.
Hay un libro, que él le regaló. Y en él como un señalador, una carta. Mira de reojo, todavía está en el baño, hay que darse prisa, saber la verdad de golpe. Lee las primeras frases y siente que el aire se le va del pecho. La habitación gira violentamente y no logra entender las palabras escritas. Es una carta de amor, pero Jorge no la ha escrito. Hay palabras atrevidas que él jamás hubiese dicho y siente que se rieron de él. De su amor, se rieron de sus sueños de irse de esa casa maldita y empezar una vida desde la nada misma, despojándose de tanto orgullo insuficiente para ser feliz.
Ella sale del baño. La sonrisa delineada, la blusa delicadamente abierta para insinuar y prometer. Nada le va a alcanzar para calmar ese hombre herido, ese orgullo pisoteado. 
Jorge está en el centro del comedor, los ojos desorbitados y llorosos. Su voz ya no es ardiente y compradora, es algo que parece una voz pero es solo el reflejo de su alma hecha añicos.
Los vecinos oyen, pero nadie se mete. Un hombre enloquecido al que nadie va a frenar. Una pelea llena de puteadas y una golpiza tan brutal que solo la detiene los dientes de ella clavándose en su mano para evitar el castigo. 
El grita y ella más clava los dientes, él instintivamente le aprieta el cuello que cede bajo la presión. Lo puede sentir, suave y resistente hasta que sus manos furiosas hacen el resto.
La mano sangra por todos lados. Le horroriza ver y se va al baño a hacerse las curaciones. Es en el baño donde se cruza en un espejo con el reflejo y ve a otro hombre. Este tiene la cara desencajada, está sudado, tiene los pelos revueltos. No se le parece en absoluto y sin embargo tiene la certeza de que ese hombre siempre estuvo allí. Agazapado, escuchando cada chisme, amargándose en cada sospecha, afilando las uñas que se iban a clavar en el cuello de Alcira.
El viento del norte inunda todo con su calor inmundo. Mala noche para estar en esa casa de la avenida Montes de Oca. Pronto Jorge Burgos piensa que hacer. Tantos libros! Alguno tiene que servir: el asesinato considerado como una de las bellas artes de Thomas de Quincey, el de Raúl Barón Biza, El derecho de matar...
Lo primero es pensar como si estuviese afuera, como si esas manos no fuesen suyas. Como si esa mujer no fuese ella. Para eso, lo mejor será serenarse tomando algo fuerte. 
Lleva en andas el cuerpo de Alcira, que le pesa más en el corazón que en los brazos. Hay que hacer que deje de mirarlo con esos ojos secos, extraviados. Hay que hacer que deje de ser ella y se vuelva un enigma, un problema a resolver sin pasiones y sin juicios. 
La lleva al baño, desnuda ese cuerpo tantas veces soñado. La acuesta con cuidado ya sin ropas en la bañera y acomoda delicadamente los cabellos. Aún en su muerte es hermosa. 
Sigue bebiendo, no puede parar y las ideas están hirviendo furiosas en su cabeza. Si pudiese se la arrancaría, se cortaría de cuajo el centro de donde salen tantos pensamientos dolorosos, donde quedó el último grito de Alcira, donde están las palabras de su madre llenas de consejos que él no pidió. Cortar, arrancar de cuajo…tal vez esa sea la solución. Dividirla hasta que no sea una persona… ¿Por qué no? 
Mareado por tanto alcohol va a los tumbos. Encuentra lo que necesita y empieza. Serrucho, cuchillos, el agua de la ducha corriendo, lavando la sangre que brota por todos lados. 
Contempla su obra, es cierto: ya no parece un ser humano. Con infinito cuidado va armando paquetes envueltos en lo que tiene a mano: papel madera, bolsas, hilo sisal. 
Ahora empieza un largo, trabajoso viaje por toda la ciudad para dejarla lo más apartada posible de su casa. Martín Coronado, La Boca, algún baldío donde nadie va y donde nadie mira.
Vuelve a casa como si el mundo le pesase en los zapatos enchastrados... es que se metió en cada lado! Se siente sucio y va instintivamente hacia la ducha, ya en su departamento, el 3º E. Por suerte no se cruzó con nadie, Sólo piensa en el agua tibia limpiándole las manos estropeadas de tanto hacer fuerza y en sacarse el olor que se le metió en la nariz y en el alma. 
Llora desesperado, mató al amor de su vida y ahora, desnudo en la ducha con los azulejos amarillos de Vicri reflejándolo sutilmente le parece que es un mal sueño. Todo es un mal sueño. Se le revuelve el estomago de asco, se deja caer en la cama y se hunde en ella. El revuelo de unas vecinas hablando a los gritos lo despabilan con un dolor intenso en todo el cuerpo. No tiene idea de cuanto durmió...
Ya en el palier se cruza con todo el mundo. No paran de hablar de lo que la radio, los diarios y media Buenos Aires comenta: restos humanos, en un descampado. La misma imagen pero en la basura, una cabeza flotando en el río tan hinchada, los ojos tan hundidos que no se reconocen sus rasgos originales. En las manos y pies amputados no hay rastro de impresiones.
Al verlos tan desorientados, Jorge Burgos sonríe por dentro: es que la misma policía está perdida. Hay un juez, se llama Ernesto Black. Lo lee en los periódicos que repiten la noticia hasta saturarse. No se habla de otra cosa. Por un momento se siente protagonista en las sombras. Es más hábil que todos los uniformados juntos. Es un digno aprendiz de grandes criminales y su historia va camino a volverse leyenda negra, pero leyenda al fin.
El comisario Evaristo Urricelqui Jefe de la División Homicidios está agotado. Todo el caso viene mal parido desde que tiene a toda la opinión pública encima como una jauría enloquecida. Y a la cabeza, los ¨de arriba¨ que quieren todo para ayer, de ser posible. 
De lo que había aparecido, estaba un torso de mujer, encontrado por un sacerdote que pensó que era ropa ; en otro paquete hecho con un mantel de plástico verde atado con hilo sisal aparecieron  ambas piernas y un muslo. Otro paquete tenía el muslo faltante. Y en el Riachuelo aparece un cesto de alambre del tipo papelero de oficina con 2 extremidades superiores y una cabeza de mujer.
Asusta y atrae saber que no hay sangre en esos paquetes, que no hay huellas dactilares en la víctima.
Alivia por un rato al menos, saber que es una sola mujer. Aunque todas salen a la calle con miedo: un loco lo suficientemente enojado y hábil está suelto. Se esconde tras los ojos del menos imaginado...
La idea del juez le parece descabellada: juntar todos los restos aparecidos y que fuesen exhibidos en la Morgue Judicial. Faltaban partes, otras no parecían siquiera humanas pero el agua del Riachuelo tenía que ver en eso.
La ciudadanía fue convocada y muchísimos hombres y mujeres se presentaron a ver el cuerpo incompleto de una mujer que supo ser hermosa, que quería ser mirada pero no desde este espanto.
¨Algo se nos está pasando...¨ Y vieron en uno de sus hombros una cicatriz de 3 cm de largo. 
Accidente? Operación? Post mortem? .
Francisco Cablet era por ese entonces médico legista y es quien comprueba el tipo de lesión  Corrobora que solo dos médicos realizan este procedimiento quirúrgico de modo satisfactorio.
Era una osteosíntesis, en una fractura de clavícula. Uno de ellos resultó ser el Dr. Humberto Ciccero Ragozza. Se mandó la foto a todos los hospitales, Fueron los del hospital Argerich quienes dijeron que  una mujer joven había sido operada en ese centro asistencial por ese facultativo.
Se revisan las historias clínicas y así se llegó a saber quién era la víctima.
Su operación  había sido el 15 de septiembre de 1954.Se llamaba Alcira Methyger,  tenía por ese entonces veintisiete años. Era una salteña que tenía una hermana empleada doméstica como ella. 
Hablar con la hermana fue descubrir que secretos escondía Alcira: varios novios, uno particularmente tímido, de 36 años que quería casarse con ella y que lo conocía desde hace mucho tiempo.
A Ana Urbana Methyger le daba pena el pobre tipo que quería casarse a toda costa con una mujer que no lo amaba y que lo iba a hacer cornudo desde el vamos. Jamás lo pensó como el asesino y descuartizador que era...
Jorge siente que la noche lo asfixia. Los diarios hablan de noticias que se filtran desde la misma morgue. De procedimientos en el Argerich y recuerda el accidente y la  operación. 
Ya no se piensa tan inteligente, Ahora están atrás de él. Siente que la gente que pasa cerca cuando camina sabe. La verdad se le ve en la mirada de animal en medio de una encerrona. Hay que escapar. Hay que irse ya. Irse con los suyos.
Prepara con lo que puede un bolso y cierra todo con un cuidado único. 
Ya en la estación de trenes, cuando es de noche se sube a El Marplatense, 
Los policías le pisan los talones: fueron al departamento, lo allanaron. No estaba pero un vecino les dio un indicio: ¨ se habrá ido a Mar del Plata, la familia está de vacaciones ahí ¨ El portero tiene copia de la llave y los deja entrar. Hay muchos libros, Jorge es un ávido lector del género policial y de suspenso…
Puta madre, piensa  Urricelqui furioso. Lo único que me faltaba: que me quede el caso en General Pueyrredón…
 Salen volando para Constitución del Ferrocarril General Roca y llegan tarde. Se les va el tren que tiene entre mil y mil quinientos pasajeros. En sus autos van como enloquecidos y lo alcanzaron finalmente en Maipú. Buscan en el pasaje un hombre gris  de rostro redondo y gruesos lentes. Lo encuentran y no saben como será el que van a detener: es el tranquilo vecino al que todos aprecian, es el amante despechado, es un loco furioso? 
Es un hombre que llora...
Lo llevan a  Buenos Aires, y termina en el Departamento de Policía. Después todo se vuelve vertiginoso en la mente de Jorge. Como cuando estaba cenando con ella y al rato la abrazaba bañado en lágrimas y sudor helado. Abrazaba una ilusión muerta y se quedaba con el corazón quebrado en partes.
Llegaría la hora de la reconstrucción de los hechos en su casa, la masa de gente enloquecida. Se pregunta quienes están más locos, si los que lo quieren matar y lo acusan de niño bien que quiso aprovecharse de una pobre compañera trabajadora o los que lo felicitan por ¨ haberle bajado el copete a la chiruza esa ¨. Qué sabe la gente, que saben de su amor. De los sueños que tenía. Del deseo que estallaba cuando ella estaba cerca y lo miraba...
Del hombre con pinta de intelectual que parecía iba a ganarle la partida a la policía poco quedaba. 
Este Jorge escucha su sentencia en la soledad de sus pensamientos. 
Son veinte los años a los que es sentenciado. Se toma como intento de burlar a la justicia y deshacerse de las pruebas del delito el haberla descuartizado. Se habla de otro caso, de otra mujer y de otra historia trunca de amor y se menciona a Virginia Donatelli, la descuartizada del lago de Palermo.
La justicia lo cree un buen muchacho, trabajador, responsable y buen hijo. 
Finalmente se cierra su cuenta en 14 años de cárcel. 1965 lo encontraría en libertad y de vuelta en la casa maldita de la Avenida Montes de Oca, donde los memoriosos recuerdan una nena charlatana y simpática que jugaba con Jorge en el umbral de mármol blanco. Vivía en el mismo lugar, un piso más arriba.
Pasarían algunos años más hasta que ella lo siguiera en sus pasos a la leyenda negra, cuando se convirtiese en Yiya Murano y su pericia con el cianuro se volviese legendaria.
Los años de cárcel lo volverían aún más dócil. Le suavizarían la mirada y le domarían los sueños. Se cuenta que escribió un libro mientras aguardaba la sentencia: Yo no maté a Alcira, que dicen las malas lenguas fue escrito por su abogado defensor nomás para cobrarse la defensa...tal vez sea verdad. Bien es sabido que los juicios se ganan o se pierden, no así los honorarios.


Al salir de la cárcel, vuelve peor que vencido a su viejo hogar. Un nido que alguna vez imaginó compartido con Alcira. Ahora el edificio envejecido como él se le vuelve hostil. No lo quieren los vecinos, han pasado tantas cosas. 
Murió siendo pastor evangélico. Dulces le sonaron las palabras de esas personas que hablaban de un Dios ya no lleno de castigos y culpas sino de amor y perdones varios. Que odiaba el pecado pero se reconciliaba con el caído. Era bueno saber que alguien por fin lo amaba, aún sabiendo lo que había hecho. Lejos quedaban los reproches maternos, la voz de Alcira taladrándole en los oídos: ¨ cuando me case será con un hombre", el frenético griterío de la gente estaba todo afuera...
También Buenos Aires a su modo se volvió asesina y descuartizadora, hubieron mutilados en esos bombardeos a la plaza en 1955, se callaron voces, se amputaron nombres que no debían volver a ser pronunciados. 
Que se esconde en esos ojos, detrás de los gruesos cristales? Que vio Jorge esa noche cuando enloquecido de pena y desprecio se reflejó en el espejo luego de mutilar a Alcira? Siento miedo de pensar en los demonios ocultos en la mirada de la gente gris y por eso, te conté esta historia. Ahora, al menos, seremos dos y compartiremos nuestros más profundos temores.




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Alejandra del Carmen Valente
Alumna del Taller de Periodismo Policial

Cartas desde la prisión




Tenía 15 años y estaba en el secundario.
En ese entonces existía la revista ASÍ que era de gran impacto visual por sus portadas con fotos de crímenes y asesinatos espeluznantes. Mucha sangre y cadáveres a granel. Pero lo que a mí me atraía de esa revista eran los anuncios de búsqueda de amistades. No existía internet y era la única forma de conocer gente que significara una incógnita. 
Siempre fui muy soñadora, introvertida y fantasiosa por lo cual, conocer personas lejanas para mí era todo un desafío. Sentía atracción por lo desconocido.
Es así que respondí a dos o tres anuncios. Yo vivía en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires y estudiaba en el Colegio Nacional.
Porqué me interesaba hacer amistad con personas desconocidas y no tanto con las que tenía a mi alrededor? No lo sé. Me imagino que despertaban en mí la curiosidad de lo diferente .
Uno de estos anuncios era el de una chica de mi misma edad que vivía en la provincia de La Rioja, provincia que me parecía muy exótica.
Le escribí y entablamos así una amistad epistolar que duró casi 20 años y sin que nos hayamos conocido personalmente durante todo ese período. 
También era muy movilizador , recibir el cartero. Que viniera a mi casa a traerme una carta era una emoción muy grande. El cartero y el correo eran importantísimos.
El otro corresponsal era un preso. Sí, había anuncios de presos y por lo general los que los ponían eran presos que estaban cumpliendo condena en la cárcel de Caseros. 
Creo que le respondí a dos, pero uno de ellos fue el que me cautivó por sus cartas. Me resultaban muy interesantes, eran diría apasionantes y no, no había nada de sexo en ellas ni tampoco romanticismo. Sí sentimentalismo y nostalgia. El hombre me hablaba de otras cosas. De la vida. Reflexiones, filosofía, etc. Me contaba de sus gustos musicales, de que había conocido a Maisa Matarasso, me contaba de sus canciones y de sus experiencias. Fascinada. Así estaba yo. Una jovencita que vivía en Chivilcoy y que no conocía nada del mundo ni de la vida más que por los libros.
Lo enviaron a Sierra Chica. Él me había dicho que estaba en la cárcel porque haciendo una picada había matado a una persona. No pregunté. Me limité a creerle. No recuerdo mucho más, pero estuvimos escribiéndonos más o menos como dos años o dos años y medio. 
A mis dieciocho años me fui a vivir a Buenos Aires. El ya había sido liberado y yo tenía su teléfono. 


Estaba de novia pero tenía la idea fija de conocer al ex preso así que le conté a mi novio toda la historia y hasta le mostré el atado de cartas que atesoraba.
No le gustó nada pero yo estaba decidida al encuentro pasara lo que pasara. 
Una tarde me convenció que tire las cartas. Con argumentos masculinos y con derechos que le daba su condición de novio, me dijo que no era correcto que estando de novia con él conservara esas cartas y que si lo quería o sentía algo por él, debía tirarlas. 
Nos encontramos, salimos a caminar y al pasar por un baldío me pidió que las tirara del otro lado de la tapia. Con todo el dolor del alma lo hice. Todavía hoy me arrepiento. 
A lo que no estaba dispuesta a renunciar era al encuentro con el preso. Mi novio era civil y trabajaba como corrector en una revista de Aeronáutica que se editaba en ese entonces llamada Aeroespacio. Cuento esto por algo que sucedió después. 
Llamé al ex preso y hablé con él. Quedamos en encontrarnos en un bar. Mis familiares más cercanos en Buenos Aires eran una prima y su marido. Y estaban alarmados. El marido de mi prima dijo que iría al bar y de lejos observaría todo lo que sucediera.
Fui al bar. Esperé. El ex preso nunca apareció. 
Luego mi novio me dijo que lo había hecho seguir por personal de Aeronáutica. Nunca supe si fue verdad pero no tuve más noticias de R.

Y las cartas ya estaban perdidas para siempre.



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Delia Bercellini
Alumna del Taller de Periodismo Policial

viernes, 29 de julio de 2011

La llamada que no llegó

I

Hasta aquel momento no había sido más que un amodorrado detective de ciudad. De pronto, como si me hubieran asestado un golpe con un objeto pesado, me desperté del todo.

Tomé nota de la dirección y me acosté de nuevo.

Por fin me decidí. “¿Cuánto hace que estoy esperando este momento: sentarme frente a la computadora, para escribir? Para hacer lo que siempre me gustó. ¿Quince, veinte años? ¿Treinta? Ahora que estoy jubilado de la Policía Federal me voy a poner a contar lo que siempre quise contar. Mi vida como policía, como detective.”

Me levanté de la siesta y quise mandar todo al carajo. “¿Cómo vas a comenzar un cuento, una novela o un libro así? Dejémoslo para después y seguimos, ahora me voy a leer los diarios por Internet porque me sale más barato. Lo que tengo es muchas ganas de escribir. Quizás de este comienzo sale algo. Algo positivo, algo que si no hace pensar a la gente, por lo menos le haga disfrutar la cantidad de páginas que terminen resultando.¡Eso espero!

Seis personas se vieron implicadas, si contamos también a la que murió. Frente a ellas estaba la ley, y en el medio andaba yo, Ricardo Wenk, ex detective de la Policía Federal, ahora haciendo de investigador privado y, a veces, hasta metiéndome en cosas en las que no debería haberme metido. Pero, bueno, uno no puede con su genio... profesional.

II

El 11 de enero, a las 9 de la mañana o antes quizás, la señora Gonzaga no escuchó el teléfono. Parece que escuchó poco, o nada. Mucho ruido a esa hora de la mañana. Las ventanas de su habitación están orientadas hacia la ruta; esa ruta por la cual coches y camiones circulan a gran velocidad como si estuvieran apurados para no llegar tarde a algún lado.

La casa tiene varias habitaciones. Pero había una, sólo una, la única en toda la casa, que había destinado para sí misma. Las demás, las tenía alquiladas a varios huéspedes. Carlos Alberto, su marido, con sus pequeños caprichos y carente en absoluto de sentido especulativo para llevar la casa adelante, había fallecido siete años atrás, en plena bancarrota, y ella necesitaba, para poder comprar lo imprescindible: comida y alguna ropa, una entrada de dinero, aunque fuera modesta.

El teléfono seguía sin sonar.

A las once, el pánico se apoderó de la señora Gonzaga. Alargó la mano y agarró el auricular del teléfono ubicado en un velador al lado de una silla de ruedas. Hacía como quince años que estaba siempre en el mismo lugar. Marcó un número. Le contestó mi secretaria.

-Oficina de Ricardo Wenk, buenos días. -escuchó.

-Señorita Petrel, soy la señora Gonzaga. Por favor, ¿puedo hablar con el señor Wenk?

-¡Buen día, señora Gonzaga! ¿Está preocupada? Enseguida la comunico. Un segundo, por favor.

A través del teléfono, y para ella, mi voz conservaba una amistosa habilidad para tranquilizarla al instante, tal como lo había hecho en otras oportunidades.

-¡Buenos días!

-Buenos días, señor Wenk.

-¿Hoy también anda con la depre? ¡Vamos, amiga! ¿Qué le pasa, ahora?

-No, depre, como dice usted, no. Quizás llegue a pensar que me preocupo por nada, pero se trata de Julia.

-¿De Julia?

-Es que esta mañana no me ha llamado. Por lo menos hasta ahora no lo ha hecho.

Sabía a qué se refería. Aquella llamada telefónica, la de todas las mañanas, era una especie de ritual entre Julia, la hija de la señora Gonzaga y su madre. Sencillo y elemental. Moderno. Como eran todas las cosas a la distancia. Entre madre e hija. Aquellas llamadas se habían ido repitiendo cada mañana a las nueve y eran los buenos días que Julia daba a su madre y la confirmación de que todo estaba bien.

Aquella costumbre comenzó un año antes, cuando Julia contrajo matrimonio con Ernesto Errarte y la pareja se fue a vivir a San Antonio de Areco, junto a una fragua que él había construido en las afueras de la ciudad. Ernesto labraba objetos de hierro dulce en la fragua, (con) tenía una potente musculatura e ideas que lo posicionaron muy bien entre los artistas de Areco y sus alrededores.

En un momento le pregunté:

-¿Pero no cree que si algo no fuera bien por allí ya hubiera venido Ernesto? O, por lo menos, se hubiera comunicado con usted.

-Es cierto. Pero Ernesto no está allí ahora. Se fue a Buenos Aires anteayer para preparar una exposición de sus objetos de arte primitivo.

-¿Ayer por la mañana Julia la llamó?

-Sí, a las nueve en punto.

-¿No puede ser que Julia esté camino a la ciudad? ¿No tiene celular?

-Aunque así fuese, detective Wenk, no hubiera dejado de llamarme. Tengo mucho miedo de que esté enferma. Estoy preocupada por si ha tenido un accidente. La fragua está un poco aislada, señor.

-Me acercaré un momento por allí, señora Gonzaga. Llegaré en veinte minutos.

Sentí que el alivio de la viuda al oír estas palabras, era evidente.

-¿Me comunicará enseguida cualquier novedad?

-Sí, no se preocupe.

III

El cuerpo de Julia yacía en una canaleta, paralela a la ruta, al borde de una pequeña saliente situada al lado de un sendero y a un nivel de un metro más bajo.

En la ruta no se veían manchas de sangre. Y en el pasto tampoco. El rostro del cadáver era de un color vivo, del mismo color que adquiere la carne al contacto con el frío, un color rojo cereza. A lo lejos, cerca de los edificios situados al costado de la ruta, las nubes negras presagiaban lluvia otra vez y el frío se hacía sentir en cada metro cuadrado de la zona. (Y) Yo soy bastante friolento: sobretodo y guantes de lana y a sobrellevarlo.

Conocía al joven Santiago Montero perfectamente bien. Tan bien como podía conocer a cualquiera de mis clientes. Me acuerdo que hacía sólo unos cuantos meses, con recetas caseras, lo había curado de una gripe que lo tuvo a maltraer. Mucha fiebre, cansancio en todo el cuerpo. Receta: limón, whisky, miel y cama. Una cucharada de cada una, todo junto y al garguero. “Vas a transpirar como loco, pero te va hacer bien. Hacéme caso.” le dije en ese momento. A la mañana siguiente estaba fresquito como una lechuguita.

-¿Por qué estabas por aquí, Santiago?

-No había visto el fuego.

La voz de Santiago era blanda, quizás demasiado suave para asimilarla con su físico, con sus manos y con su rostro que parecían haber sido modelados con oscura caoba. ¿Alguien se acuerda de la voz del “Ringo” Bonavena? Voz de pajarito en físico de elefante.

-¿Hace mucho que llegaste? -le pregunté.

-No señor. Dos o tres minutos antes que usted.

Fui hasta mi coche, e hice una llamada telefónica con el celular. Me conecté con Achával, el comisario de San Antonio de Areco, quien me informó que ya estaba saliendo para el lugar del hecho. ¿Y, cómo era que yo había llegado antes que él? Le pedí que viniera lo más rápido posible, que después se lo iba a explicar..

-Señor Wenk. -dijo Santiago.

-¿Sí?

-La estufa de la casa está fría.

-Por lo tanto debe haberse caído esta noche, Santiago.

-Anoche estaba fría como una piedra.

-¿Estuviste aquí?

-Pensé que la señora Errarte se había ido a la ciudad.

Yo había empezado a decir algo, pero Santiago, repentinamente, ya se había ido con aquella facilidad, casi animal, que tenía para desvanecerse entre los árboles.

Me quedé observando el sitio donde había ocurrido aquel posible accidente. La áspera superficie del suelo no me facilitó ninguna pista cuando la busqué. No había huella alguna de pie en la tierra de la cuneta y de los alrededores, las mías eran las primeras en verse marcadas.

¿La verdad? al ver el cuerpo, la ruta, sentir el frío y lo feo que estaba el día y que así había sido la noche, pensé que todo encajaba. Ella había resbalado en el sendero y había caído de espaldas. El golpe la dejó inconsciente. Luego la había sorprendido el frío y antes de que pudiese despertarse, éste ya había producido sus efectos en ella. Después de aquel letargo posiblemente entró en coma y con éste le llegó la muerte.

Me acerqué nuevamente al cuerpo. Le pasé la mano por la cara y por uno de los brazos. Hice como el médico: acerqué mi oído a su corazón. El no escuchar ningún sonido, y la dureza metálica de la carne de la joven me aseguraron que ya no se podía hacer nada por ayudarla.

Hacía unos cuantos meses que no la veía a Julia. Y la conocía bastante bien. Desde chiquita. En la apariencia del cuerpo inerte pude apreciar ciertos cambios que no acababa de entender: había cierta diferencia de cómo había visto siempre a Julia Errarte y cómo la veía ahora. En lo referente a su chaqueta podía notar cierta pulcritud. Pero había algo extraño: el cuello abotonado primorosamente hasta la garganta, cuando en realidad debería llevar en ella una cinta de lana como adorno, tal como siempre la había visto.

Desabroché aquel cuello alto. Me costó un poco de trabajo. El borde superior estaba abotonado, muy ajustado, hasta debajo de la barbilla y, al igual que su rostro, aquella lisa y endurecida garganta ¡también presentaba marcas de color rojo cereza!

IV

El comisario Achával había obtenido el nombramiento más por su habilidad en política que por su aptitud o experiencia en la solución de crímenes oscuros.

Llegó con Santiago Montero, dos ayudantes y el médico policial. Y el ruido de las sirenas del patrullero. Estaba algo contrariado por tener que dejar la tranquilidad de su oficina. Por otra parte estaba también contrariado por el intenso frío que hacía en esos momentos. Su la intención era la de llevar a cabo todas las diligencias lo más rápidamente posible.

-Salmoragui, el fiscal de turno no ha podido venir, señor Wenk. Está en cama con un ataque de gripe. Su informe nos podrá servir para cubrir el expediente. ¿Y ustedes qué esperan? Ya pueden empezar a subir a la joven. Cuando pasaba por esta parte del sendero, cayó y después murió de frío. ¿No es eso, detective Wenk?

Lo miré con desconfianza, como si me hubiera querido sobrar, mientras uno de sus ayudantes sujetaba una cuerda. El comisario vio al otro ayudante y a Santiago Montero al borde del sendero, esperando para poder izar el cadáver. La cara de Santiago estaba rígida. Parecía que sus ojos se habían quedado sin mirada.

-Sugiero que uno de sus ayudantes haga un reconocimiento. -le dije al comisario.

-¿Usted cree? ¿Por qué? ¿Cree que no sé hacer mi trabajo? -me preguntó.

Acerqué mi cara a la de él y con voz baja le dije:

-Yo creo que la señora Errarte fue asesinada, y su cuerpo fue después arrojado desde el sendero hasta ahí abajo, hasta la cuneta. Es simplemente una opinión que me gustaría que se investigase.

Achával aceptó esta sugerencia ya que le pareció que estaba bien, y decidió complacerme.

Los ojos de Achával recorrieron el sendero, la cuneta, la ruta de arriba abajo. Se pararon al llegar el joven Montero y permanecieron fijos en él.

-Él estaba por aquí cuando usted llegó, ¿no es cierto, Wenk? -me preguntó.

-Sí. -le respondí.

El comisario Achával se quedó muy pensativo.

Sus ayudantes, junto con el médico policial, llevaron a la morgue del hospital el cuerpo de Julia Errarte en el coche de Achával. Como siempre, no había ambulancia. Estaba en arreglo. Un desastre. Acomodar a la muerta dentro del coche fue una tarea bastante engorrosa. Achával quería volver conmigo cuando hubiera acabado de arreglar las cosas. Y hablar con Santiago Montero. Deseaba que el joven le aclarase, precisamente, qué había hecho cuando encontró la estufa fría aquella mañana y cuando la había encontrado fría a la noche anterior.







V

La casa estaba fría como el hielo. Había tres ambientes. La única puerta de entrada que tenía, daba directamente a una sala de estar. En esta habitación había dos puertas, una de ellas daba a la cocina; la otra al dormitorio. Había tres ventanas: una grande en la sala de estar y otra en cada una de las otras dos habitaciones. Todas estaban cerradas.

Los muebles y los adornos eran de un gusto muy particular. A excepción de la estufa de la cocina, habían sido diseñados y construidos por las musculosas manos de Ernesto Errarte y los utensilios habían sido forjados por él.

Yo no consideraba a aquellos objetos de hierro como primitivos, sino más bien simples. En ellos podía verse la diferencia que existe entre los vacilantes esfuerzos de un muchacho y la deliciosa frugalidad de un diseño muy pensado.

Achával se sentó junto a la fría estufa mientras continuó haciendo preguntas con su agradable y cultivada voz,:

-¿Cuánto tiempo hace que usted conocía a los Errarte, señor Montero?

-Desde poco después de venir ellos a vivir aquí, comisario.

-Usted trabaja en la granja de Simón García, ¿no es así?, la que está junto a la carretera principal.

-Sí.

-¿Conocía usted a los Errarte antes de que se establecieran aquí?

-No. Le di una mano cuando él construyó la fragua.

-Ya entiendo. ¿Y luego la amistad se hizo más firme?

-Yo ayudaba de vez en cuando, cuando él no estaba. La señora Julia no era muy fuerte.

-Eso es cierto, ya que usted considera que estaba débil.

-Ella nunca me lo dijo.

-¿Sin embargo podía verlo usted?

-Cualquiera podía verlo, comisario.

Enseguida me di cuenta. Comprendí hacia donde quería ir el comisario. Una disimulada caza al acecho para descubrir un vulgar crimen. Posiblemente pasional. Al menos así me parecía que lo pensaba Achával. La desafiante virilidad del joven Montero; el encanto de Julia; su interés hacia él; la ocasional dependencia de la joven respecto de Santiago durante la ausencia de Ernesto. Y lo que más le molestó fue que el móvil, en el caso de Santiago, pudiera parecer evidente; el móvil pero no el método con el que él creía que había sido eliminada la señora Errarte.

Allí fue cuando me empecé a molestar, porque veía a Santiago bastante molesto por las preguntas de Achával.

-Yo conozco a la señora Errarte muy bien desde hace muchos años, comisario. Creo que puedo asegurarle que la devoción que sentía por su marido era excepcional.

-¿Excepcional?

-Lo quería tanto comisario, que parecía que para ella no existiese nadie más en el mundo.

Achával sonrió.

-Me alegro de que me diga esto, Wenk.

Se quedó mirando a Santiago con indolencia. Puede que también pensara en lo que yo le había dicho sobre la relación entre Julia y Ernesto Errarte.

Luego de unos minutos dijo:

-Sabemos que la señora Errarte aún estaba viva ayer a las nueve de la mañana cuando la señora Gonzaga, su madre, habló con ella como todos los días. Según su historia, señor Montero, usted llegó aquí ayer alrededor de las siete de la noche y encontró la estufa fría. Usted pensó que la señora Errarte se había ido a la ciudad. Esta mañana volvió y comenzó a sentirse preocupado, buscó entre los árboles, por los senderos y por la ruta hasta que encontró el cadáver de la señora Errarte en una cuneta. ¿Por qué estaba usted preocupado? ¿Qué es lo que le hizo cambiar su opinión de que ella simplemente había ido a la ciudad y con toda seguridad estaría con su madre?

Santiago lo miró fijamente y le dijo:

-Comisario, creo que usted no lo entendería.

-Al contrario, mi amigo. Soy bastante despierto. Inteligencia sagaz. Usted nos ha dicho que aquí todo estaba en orden, que no había nada sospechoso; la cama muy bien hecha, la vajilla y todas las cosas de la cocina limpias. ¿Acaso fue un presentimiento, señor Montero?

-Sí. Yo sabía que ella estaba muerta. O, por lo menos, me lo imaginaba.

Pensé que lo que decía Santiago era la pura verdad. En toda mi carrera en la Federal, y fueron muchos los casos en los que participé, había tenido ocasión de encontrarme con varios casos de fenómenos extrasensoriales, o como se los quiera llamar.

Achával dejó de sonreír.

-Como corresponde ante un caso de esta naturaleza, porque me lo exige la ley, voy a ordenar que se haga la autopsia. ¿Tiene usted algo que decir, señor Montero?

-¿Qué está usted insinuando, comisario?

-Lo que los hechos nos vendrán a demostrar al final. Es curioso de qué diferentes modos puede llegar a reaccionar la mujer. Considere el tipo mental como el de la señora: errarte, suficientemente sofisticada, intelectual y bien educada. ¿Lo rechazó ella inmediatamente o más bien discutieron el asunto durante un rato? Quiero decir, ¿se sentó usted aquí y estuvo escuchando las explicaciones que ella le daba sobre su único amor, sobre el indestructible sentido de la lealtad que ella sentía por su marido, mientras sus apremiantes instintos la estaban empujando a un estado de enajenación temporal? ¿Puedo suponer que esto será lo que alegará en su defensa, señor Montero?

Me imaginaba que algo así iba a suceder. La bronca juntada estalla en el momento menos pensado.

El puño de Santiago golpeó una sola vez en la misma punta de la barbilla y Achával rodó aparatosamente por el suelo.

De repente unos gritos procedentes del salón de estar, rompieron el absoluto silencio que reinaba en aquella casa glacial.

Junto con Santiago salimos de la cocina corriendo. Nos tropezamos al tratar de cruzar la puerta los dos al mismo tiempo. Vimos a una joven sentada en un taburete, con el rostro inundado de lágrimas.

-Hola, Milda -dijo Santiago. Después volviéndose hacia mi añadió:

- Es la maestra de la escuela. Vamos a casarnos.

Acercándose a ella le dijo:

-Vámonos, Milda.

-Ya te oí, Santiago -Se quedó mirando fijamente, a través de la puerta de la cocina, las largas piernas y zapatos de Achával.

-Está loco, Milda. ¿Por qué has venido aquí?

-Yo te seguí. Yo te seguí la noche pasada.

Me acordaba de mi juventud, recordaba cosas que sucedieron cuando tenía veinte o un poco más de años y pensaba que no había nada tan difícil de evitar como los arrebatos juveniles. Ella era una muchacha joven y bastante bonita cuando dejase de llorar y gritar, y estaba haciendo frente con completa inexperiencia a aquel hecho brutal para ella. El muchacho a quien amaba, aquél a quien había prometido dedicar su vida, había violado a una mujer y después la había matado y con eso había arruinado sus vidas.

Santiago apoyó una mano en los hombros de la muchacha.

Y ella empezó a estremecerse.

-No querría tener que decírtelo -dijo ella- pero no me toques.

Él apretó aún más sus dedos; entonces ella gritó y dijo:

-No, no, Santiago. -y se fue hacia la puerta. Dio vuelta la cabeza y lo miró a Santiago con ojos llenos de espanto.

-Dejála ir. -le dije.

-Ella también se ha vuelto loca.

-No, ya se le pasará.

En aquel momento Achával estaba tambaleándose en la puerta de la cocina. Recuperándose del golpe de Santiago. Tenía un revólver en su mano con el que estaba apuntando al joven Montero.

-Dudo que tenga necesidad de hacer uso de la pistola, comisario -le dije a Achával.

-¿Lo duda? -dijo Achával afirmándose en el marco de la puerta. Luego hizo fuego.

Pensé que le había dado al joven en el hombro en el momento en que éste, haciendo uso de su misteriosa habilidad para esfumarse, se desvaneció por la puerta. Achával me dirigió una mirada hostil, como si quisiera matarme.

-Su ayuda nos ha sido muy valiosa, detective Wenk.

VI

A las cuatro de la tarde se largó una lluvia torrencial. Como si nunca hubiera llovido.

Cuando llegué a la oficina, con la ropa y los zapatos un poco mojados, me encontré con la señorita Petrel que vestía un impecable vestido blanco. Y la señora Delgado, otra de las vecinas, que siempre tiene algo para contar, para chismear, esperando que parara de llover.

Le dije a la señora Delgado que tuviera cuidado con su presión arterial. Me respondió que gracias, que se sentía bien. Que creía que su presión estaba dentro de los límites normales. Después nos despedimos.

-Susana, por favor. -llamé a Petrel.

-Ya voy. Acomodo unos papeles y estoy con usted.

-¿No hay más visitas? ¿No vino nadie más? -le pregunté cuando asomó su cuerpo para entrar a mi despacho.

-La señora Delgado ha sido la última. Y no vino a verlo a usted. La corrió la lluvia y entró para hablar un poco con alguien. Y estaba yo, solita.

-Siéntese, Susana.

-Se agradece. -dijo irónicamente.

-¿Tenemos algo nuevo? ¿Ha averiguado algo?

-El comisario ha enviado unos veinte hombres a buscar por todos los alrededores de la casa. Puso a la joven Milda, bajo custodia como un testigo ocular. Cree que la joven vio a Santiago Montero arrojar el cadáver sobre la ruta, en la cuneta. La autopsia confirma su impresión de que la señora Errarte murió intoxicada por óxido de carbono.(¿o monóxido de carbono? )

-¿Algún signo de violencia? ¿La violaron?

-No, nada de eso. El doctor Risser hizo la autopsia. Ha dicho que este caso hubiera pasado por una muerte accidental por exposición al frío si no llega a ser por usted. Incidentalmente, el comisario ha dado un completo informe detallando todas las circunstancias del crimen. La Vanguardia ha lanzado una edición extra. En San Antonio no siempre hay muertes como la de esa señora.

-Se llamaba Julia Gonzaga. ¿No la conocía?

-No, señor, discúlpeme. No es que nos conocemos todos en Areco.

-¿Qué es lo que ha dicho?

Susana siguió con su comentario.

-Anteanoche Santiago Montero le confesó su pasión a la señora Errarte, según lo dicho por el propio Achával, señor, y ésta lo rechazó. Ella recurrió a sus buenos sentimientos y él desistió.

-¡Ah sí! ¿De modo que él desistió?

-Sí. Pero no mucho. Sus sentimientos, en todo caso buenos, desaparecieron así como así y dejaron aflorar sus bajos instintos. Al tener algunos conocimientos de química, Santiago sabía que la insuficiente combustión del carbón de leña puede producir la intoxicación a los que respiran sus emanaciones. Achával fue a la ciudad a buscar carbón de leña. Él creyó muy acertado encender una fogata que ardiese dando más humo que llama y que emitiese considerables cantidades de monóxido de carbono. Satíricamente, subrayó el hecho de que en la fragua de Errarte había amontonada una buena cantidad de carbón de leña. Todo esto es lo que piensa Achával.

Yo no hice más que asentir con la cabeza, a lo que expresaba Susana.

-Ya entiendo. ¿Santiago volvió después que Julia se hubiera ido a dormir, cerró las ventanas, llenó la estufa de carbón, etc...?

-Exacto. Más tarde, después que el monóxido hubiera hecho su efecto, volvió y arrojó el cuerpo de la señora Errarte en el sendero, y de ahí a la cuneta, para que pareciese que había resbalado y había muerto de frío.

-Mientras tanto -dije amargamente- hay un muchacho que anda perdido por las colinas con una bala de la pistola de Achával en su hombro. Achával es un buen hombre, pero pierde el control. Su mentalidad está hecha según unos patrones y permanece rígida. ¿Qué sabemos de la madre de Julia, señorita Petrel?

-La llamé por teléfono hace un cuarto de hora. Me atendió Ernesto Errarte, está con ella. Me dijo que la señora Gonzaga ha soportado muy bien este duro golpe.

-¿Cuándo dijo que volvió de Buenos Aires?

-Hace una hora. Encontró a Achaval y a sus hombres en la casa y durante un rato perdió la razón por el shock y el dolor moral que le produjo la noticia. Después fue a ver si la señora Gonzaga se encontraba bien. Ahora va a unirse a los de la partida y está dispuesto a matar a Montero si lo encuentra.

-¿Por dónde estuvo mientras permaneció en Buenos Aires?

-Yo sabía que eso le iba a interesar. Fue huésped de una tal señora Helena Rodriguez Amenta. Es una señora de la alta sociedad, una viuda. Es la que le ha organizado la exposición. La que lo apadrina, ya entiende usted.

Los inteligentes ojos de Susana Petrel me miraron.

-Señor Ricardo, ¿no puede usted hacer alguna cosa? Toda esa gente se encuentra tan excitada y Achával tan convencido de la culpabilidad de Santiago, que son capaces de disparar contra él tan pronto lo descubran.

-Me gustaría hablar con la señora Rodriguez Amenta, la de Buenos Aires. ¿Me haría el favor de conectarme con ella? Trate de conseguir el número de teléfono. Gracias, Susana.

VII

La voz de la señora Rodriguez Amenta tenía toda la firmeza de la mediana edad, de la importancia social y de la opulencia.

-¿Ricardo Wenk? ¿Es algo relacionado con Ernesto…perdón con el señor Ernesto Errarte?- Su tono de voz denotaba ahora cierta ansiedad-. ¿Le pasó algo? ¿Sufrió algún accidente, en su viaje de regreso a Areco?

-No, señora Amenta, a él no le ocurrió nada.

-¿A alguien que viajaba con él? Varias veces le dije al señor Errarte que no levantase a ninguna persona que hiciera auto-stop.

-¿Cuándo salió él de su casa?

-Poco antes del mediodía.

-¿Le importa que le pregunte dónde se encontraba ayer a las nueve de la mañana?

-¿Importarme? Estaba aquí. Desayunamos temprano, precisamente a las nueve, puede estar completamente seguro de ello. El comité que organiza su exposición tenía que reunirse a las once. ¿Puedo preguntarle qué significan todas estas preguntas, señor Wenk?

-¿Errarte estuvo presente en la reunión?

-Naturalmente.

-¿Partió enseguida hacia San Antonio de Areco, después de la reunión?

La voz de la señora Rodriguez Amenta se hizo un poco chillona:

-Ya le he dicho a usted que salió hacia Areco alrededor del mediodía de hoy, no de ayer. Estuvo constantemente conmigo todo el día de ayer. ¡Debo insistirle en que me dé una explicación por todas sus preguntas!

-La esposa del señor Errarte ha sido asesinada, señora Amenta.

Después de una breve pausa, la señora Amenta preguntó:

-¿Está usted seguro, señor, de que los dos estamos hablando del mismo señor Errarte? ¿El Ernesto Errarte, el que hace esos magníficos objetos de arte primitivo con hierro forjado?

-Sí, a ese me refiero.

-¿Y dijo usted su... esposa?

-Sí.

Entonces se produjo una nueva pausa aún más larga.

-Supongo que usted debe estar en contacto con el señor Errarte, ¿no es así, señor Wenk?

-Espero poder verlo muy pronto.

-¿Será usted tan amable de darle mis condolencias?

-Por supuesto, señora.

-Además -y la risa de la señora Rodriguez Amenta fue definitiva y breve-, mis excusas. Adiós.

Y colgó. La conversación telefónica terminó abruptamente. Lo que hice después fue sonreírle débilmente a la señorita Petrel.

-La perfecta coartada de costumbre -le comenté.

-¿Ha pensado usted seriamente en la culpabilidad del señor Errarte, señor? Me refiero a que él y Julia... bueno... todo el mundo tenía la idea de que se querían, que no demostraban nada en contrario, que se profesaban un profundo y verdadero amor. Si es que no se ha echado a perder, claro está.

-No, las cosas no suelen suceder así. La naturaleza aborrece, desde el punto de vista biológico, el equilibrio. A veces esas parejas que parecen hechas el uno para el otro no suelen dar buenos resultados.

Me quedé un momento pensativo.

Ansiosamente dije de repente:

-Llame al teléfono de la señora Gonzaga, por favor. Quiero hablar con Errarte.

Ernesto Errarte tardó algo más de veinte minutos en salir de la casa de la señora Gonzaga y (en) llegar a mi oficina. Mientras tanto yo pude hacer tres cosas.

La primera consistió en una llamada telefónica al fiscal del distrito, Salmoragui, el que estaba engripado, aunque ya un poco recuperado. Esa llamada me ocupó unos diez minutos y realmente fue importante, porque Salmoragui, que al principio era bastante escéptico, empezó a interesarse en el caso y me prometió toda su ayuda para resolverlo.

La segunda fue mucho más breve. Telefoneé a La Vanguardia, el diario-pasquín de San Antonio de Areco, y pedí información sobre la previsión meteorológica que habían dado para el día antes al del crimen. Me la leyeron: Nublado, con disminución de la temperatura.

La tercera consistió en pedirle a Susana que me trajera rápidamente el revólver que había dejado en el escritorio de ella, en el primer cajón de la derecha. Seleccioné dos instrumentos del aparador que estaba frente a mi escritorio y volví a sentarme en la silla giratoria.

Quería resolver el caso cuanto antes. Y pensé que, de todos los caminos que tenía para hacerlo, había solamente uno que era el correcto. Cuando regresó sosteniendo en la mano derecha el revólver que le había pedido oyó mi voz que le decía:

-Siempre hay un camino que te sacará de aquí sin que corras ningún peligro.

Se me atragantó una risa al observar la asustada mirada que me ella me dirigió.

-No, no me he vuelto loco. Simplemente estoy intentando saber cuál es el camino que tengo que seguir.

-¿Caminos? ¿Qué caminos? -preguntó incrédula.

Ernesto Errarte llegó a mi oficina unos minutos antes de las cinco. Al atardecer. Era una época del año en la que oscurecía pronto. Errarte me sorprendió, no era lo que yo esperaba. Quedé impresionado por su magnífico físico y la perfección, clásica, de sus facciones, tipo Alain Delón de joven. Siempre, por lo menos así fue desde su adolescencia, Errarte estaba acostumbrado a aturdir, de alguna manera diferente, a los miembros del sexo contrario. A las mujeres, ¡bah!

Tuve la impresión del buen concepto que tenía de sí mismo, fanfarrón. Su persona irradiaba el completo convencimiento de que el mundo era un lugar más agradable porque Ernesto Errarte, vivía en él.

Le di mis condolencias por la muerte de su esposa y le pedí que se sentara.

Y comencé a hablar.

-Me parece importante que sepa que Julia no sufrió. Puedo asegurarle que fue así.

Errarte apenas cambió su expresión al escuchar lo que yo había dicho.

-Muchas gracias, señor Wenk.

-También se me ocurrió que tal vez le gustaría saber a usted cómo van las cosas.

Errarte miró, con cierta vacilación, el revólver que había un poco disimulado en un extremo del escritorio debajo de unos papeles y de un diario.

-Ya lo sé, Ricardo.

Me sorprendió la confianza.

-¿Entonces ya conoce usted la opinión de Salmoragui, el fiscal del distrito?

Al oír estas palabras Errarte se quedó pensativo.

-¿Salmoragui?

-Sí. Me telefoneó poco antes de que usted llegara. Me habló de esa joven que andaba rondando por ahí. Milda, ¿es así como se llama, no?

-¿Sí?

-Él supone que la chica cometió un error. Natural, por otra parte. Tengamos en cuenta que estuvo al borde de la histeria y que sus nervios estaban completamente destrozados. Por lo menos, así aparentaba.

-¿Entonces ella no vio nada de lo que dijo?

-Oh, sí, ella vio algo, desde luego, algo que ya no se atreve a asegurar del todo, pero que de un momento a otro quedará completamente claro. Cree que su error estuvo en el tiempo. Sea lo que sea lo que vio, ahora cree que no lo vio anoche. Lo vio la noche anterior. Anteanoche.

Errarte dijo rápidamente:

-Eso es imposible, Ricardo.- a mí me seguía sorprendiendo, ¿o sería molestando?, la confianza con que me hablaba. -Julia estaba viva ayer por la mañana. Ella hizo su acostumbrada llamada telefónica.-concluyó.

-Salmoragui está también un poco intrigado por eso. Supone que, a no ser que Milda esté más que confundida por la histeria, hay una explicación para esa llamada. Por un lado cree que la podía haber hecho el joven Montero, que conocía el número de teléfono y sobre la comunicación diaria que Julia tenía con su madre. Quizás, para retrasar la búsqueda de Julia, lo cual no tiene mucho sentido.

La voz de Errarte mostró preocupación.

-¿Salmoragui habló de esto con el comisario Achával?

-No, todo esto se le ocurrió hace sólo un cuarto de hora mientras interrogaba a Milda en casa de Achával.

-¿En casa de Achával? ¿No la tenían retenida en la cárcel del distrito?

-No. Está con la señora Achával. Pensaron que era mejor para los nervios de Milda. De este modo, tal vez su memoria podrá recordar más rápidamente todo lo que vio y escuchó anteanoche.

Errarte se puso de pie.

-Yo mismo se lo voy a decir al comisario. Voy a ir a dónde están revisando el sendero y la cuneta.

-Tenga cuidado con lo que hace, Ernesto. ¿Quiere que lo acompañe?

-No, gracias. Y no se preocupe.

-¿Ya lleva pistola?

-No.

-Tome la mía. Yo había planeado ir con ellos, pero todavía tengo que hacer algunas cosas en el centro, tengo que ir a la cooperativa. Después me acerco a donde están ustedes. ¡Buena suerte!

Errarte se metió mi revólver en el bolsillo.

-Gracias, señor Wenk. -se terminó la confianza.

-El o los caminos. -pensé. -Se los voy a tener que explicar a Susana. ¿Los entenderá?

VIII

El disparo sonó con estrépito en el frío de la noche. La escena montada en las iluminadas ventanas del salón de estar de la casa de Achával cambió poco a poco según el plan previsto.

Las manos de Milda Odorisio se clavaron espasmódicamente en su pecho y la muchacha, inclinándose hacia adelante en la silla donde estaba sentada, cayó de bruces al suelo.

Salmoragui y yo salimos corriendo desde detrás de un pino que estaba en el frente de la casa de Achával, donde nos habíamos ocultado y apresamos al joven Errarte cuando intentaba escapar. Se quedó mirándonos estúpidamente, mientras su revólver, mi revólver, se balanceaba de un dedo de su mano derecha.

Luego empezó a gritar.

-Había tan poco tiempo. Era difícil poder saber qué convenía hacer primero

Mientras lo sujetaba con la ayuda de Salmoragui, le dije:

-El pánico hace cometer errores al delincuente, Ernesto. Los que están a punto de ahogarse se agarran de lo primero que tienen a mano. Como a los conductores que atropellan y salen corriendo, el pánico les despierta su instinto de conservación. Usted pensó que era preferible venir aquí primero y eliminar a Milda antes de que pudiese recordar las cosa que usted suponía podía haber visto y escuchado. Luego ya tendría tiempo sobrado para destruir cualquier prueba que pudiera haber dejado en el camino. Y finalmente, podría ocuparse de Santiago. ¿Iba usted a hacer las cosas así para que creyésemos que fue éste quien mató a Milda y después se suicidó?

La voz de Ernesto respondió con tono grave y estúpido:

-Sí, Wenk; todo eso tenía que hacer esta noche. -En su expresión nada de confianza, ni Ricardo, ni señor Wenk.

-Dígame, ¿por qué mató a Julia? Naturalmente, suponemos que esperaba casarse con la señora Rodriguez Amenta y con su dinero, y que todo el interés que ella demostraba por usted se hubiera desvanecido al saber que ya estaba casado; pero después de todo existía el recurso del divorcio. Dígame, ¿por qué lo hizo?

Los ojos de Errarte se quedaron mirándome, casi estúpidamente. Después dijo con la mayor convicción.

-Yo nunca hubiera podido separarme de Julia, señor Wenk. Tenía que matarla. ¿O acaso no lo comprende usted?

Después nos contó cómo lo había hecho todo: cómo volvió de Buenos Aires la penúltima noche y mató a Julia con las emanaciones del carbón de uno de los braseros de la fragua mientras estaba profundamente dormida; luego la vistió y arrojó su cuerpo sobre el sendero, en la ruta y vio como el cuerpo se deslizaba hacia la cuneta..

Luego añadió amargamente:

-¿Por qué no me dejó matar a Milda? ¡Era una cosa tan inútil, conociendo ya todos los hechos!

-No hay ningún agujero en el cristal de aquella ventana, Ernesto. Antes de darle la pistola le saqué las balas y le puse balas de salva -le dije a Errarte.

Aún había algunos detalles que en la absoluta confusión de su mente, Errarte no veía claros, por lo que preguntó:

-Pero al principio, cuando ustedes encontraron a Julia, ¿cómo sospechó? Yo leí en un libro de la biblioteca: que en los que mueren de frío su piel adquiere un tono rojo-cereza, igual al de los que mueren intoxicados por monóxido de carbono. ¡Era una prueba tan tonta! ¿Cómo lo supo?

La verdad es que tuve lástima de aquel desgraciado, contra toda lógica.

-Este es uno de los casos que demuestran que es peligroso saber las cosas a medias, Ernesto. La carne en los dos casos adquiere un tono rojo-cereza; pero con el frío las únicas partes del cuerpo que lo hacen son aquellas que están al descubierto. Su error, cuando vistió a Julia, consistió en abotonarle el cuello de la chaqueta. Cuando lo desabotoné comencé a sospechar en un crimen.

A eso de la medianoche trajeron al joven Montero. Yo lo estaba esperando en la casa con la señorita Petrel y con Milda Odorisio.

Los de la partida habían encontrado a Santiago inconsciente cerca de la antigua estación de trenes. Tenía una herida superficial en el hombro, tal como yo había pensado.

El hecho es que a ninguno, ni a mí, ni a Milda, ni a la señorita Petrel ni siquiera al propio Santiago, nos preocupaba su herida cuando volvió en sí. Los tres sabíamos que el joven Montero era fuerte.

Todavía estoy buscando la respuesta a los caminos para explicársela a Susana Petrel.


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Roberto Jakobsen
Alumno del Taller de Periodismo Policial